Este año justo se habrían cumplido 20 años de la implementación, no exenta de múltiples críticas al Ministerio de Educación de la época, de la Prueba de Selección Universitaria (PSU) que vino a reemplazar la Prueba de Actitud Académica (PAA). Los resultados de aquella fue profundizar la segmentación de aquel sistema de educación: municipal (público), particular subvencionado (mixto) y particular pagado (privado). Sería reduccionista mirar sólo el resultado y no el proceso que ha llevado a nuestra educación como productora y reproductora de la desigualdad en Chile.
Las comunidades académicas advirtieron durante décadas lo que ocurriría en 2019. Desde esa fecha el hacer público se ha concentrado, a buena hora, en el acceso a la educación superior que parte al permitir las becas por quintiles en acuerdo y diálogo, en su primera hora con los actores sociales (Acuerdos CONFECH – MINEDUC), a la gratuidad de hoy en día.
Una segunda componente, que nació en la misma época, fueron los programas propedéuticos de algunas universidades pioneras que abrieron una nueva vía de acceso a la educación superior, transformándose más tarde en política pública, de una gran calidad y dedicación, como el Programa de Acceso a la Educación Superior (PACE) que colabora a la transición de las y los estudiantes con más brechas socioeconómicas al ingresar y mantenerse en una carrera universitaria.
La apertura a la admisión directa, por definición del Consejo de Rectores, y lo que he mencionado anteriormente han sido mecanismos que hacen que los instrumentos de medición sean más inclusivos para las y los estudiantes meritorios y con altas asimetrías de origen. Lo observamos en las cifras de selección de la última PAES que coincide con la postpandemia.
Si bien queda mucho por avanzar en calidad de la educación escolar pública, para que las instituciones universitarias sean fuente de inclusión, lo que viene es un gran desafío. Tenemos que acompañar a las y los estudiantes en sus brechas educativas, sus problemas y temores, con una gran empatía e innovación en nuestros métodos y contenidos, en un entorno que nos pide encarecidamente futuros profesionales y ciudadanos con pensamiento crítico, capacidad de diálogo interdisciplinario, adaptabilidad frente a la incertidumbre y capacidad de discernimiento ético.
Como universidades, que formamos parte del sistema educativo, tenemos ese deber que es intrínseco a ser parte de lo público. El crear espacios que sean puntos de encuentro social e intergeneracional que aporta a la tan anhelada y escurridiza cohesión social.
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