Detectores de metales en escuelas: una derrota política y pedagógica

Por estos días, y tras meses de discusión sobre los distintos episodios de violencias escolares, ha vuelto con fuerza una propuesta que se instala como solución rápida y supuestamente efectiva: los detectores de metales en colegios y liceos. Lo que parece, a primera vista, una medida de sentido común -proteger a estudiantes y docentes de posibles agresiones- es, en realidad, la expresión más clara de una derrota política y pedagógica. Más aún, representa un retroceso en el camino hacia una escuela pública democrática, inclusiva y respetuosa de los derechos de niños, niñas y jóvenes.

Cuando una comunidad educativa necesita pasar por un pórtico de detección cada mañana para entrar a su espacio de aprendizaje, hemos fracasado como sociedad. No porque la violencia no exista -es evidente que sí, y sus múltiples manifestaciones se han agravado-, sino porque hemos sido incapaces de abordarla desde sus causas estructurales: la desigualdad, la fragmentación del tejido comunitario, la precarización de la vida, y la creciente desconfianza entre generaciones y grupos sociales.

La instalación de detectores no solo opera como una cuestión de control y vigilancia, sino como un símbolo de desconfianza hacia los propios estudiantes. Se transforma el espacio escolar en un recinto de seguridad, con lógicas propias del castigo, el miedo y la sospecha. Es, en definitiva, una escuela que deja de acoger para comenzar a excluir, que reemplaza el vínculo por la alarma, y la pedagogía por la sospecha.

Desde el punto de vista del derecho, diversas voces -incluyendo la Defensoría de la Niñez y organismos internacionales como la Unesco- han advertido que medidas de este tipo pueden vulnerar derechos fundamentales, como el derecho a la intimidad, a la dignidad y a no ser estigmatizado. No existen estudios concluyentes que respalden la efectividad de estos mecanismos en la prevención de hechos violentos. Por el contrario, experiencias internacionales muestran que pueden generar un efecto inverso, profundizando el miedo, la exclusión y la desconfianza entre docentes y estudiantes.

Más grave aún es el trasfondo ideológico de esta discusión. No es casual que quienes hoy promueven con más fervor la instalación de pórticos detectores provengan de sectores políticos que, históricamente, han entendido el orden social como sinónimo de control, disciplinamiento y jerarquía. En este caso, la lógica del "enemigo interno" se traslada a los patios de las escuelas y liceos. Pero las escuelas no son cuarteles ni centros de detención: son espacios de formación, encuentro y construcción colectiva.

Aceptar esta medida es ceder ante una narrativa que reduce los problemas sociales a síntomas aislados, sin preguntarse por sus causas. Es rendirse ante la lógica de que la violencia se combate con tecnología, y no con más comunidad, más diálogo y más democracia. Es perder la oportunidad de reimaginar la escuela como un lugar de reparación y de cuidado, especialmente para quienes han sido históricamente marginados.

El Mineduc ha intentado resistir esta imposición, apelando a razones pedagógicas, jurídicas y éticas. Pero enfrenta una presión creciente de sectores que buscan instalar la idea de que todo se resuelve con más control. En este marco, la disputa sobre los detectores no es solo técnica ni de convivencia escolar: es profundamente política, porque enfrenta dos concepciones opuestas de sociedad y de educación. Combatir la violencia escolar exige mucho más que máquinas en las entradas. Exige invertir en equipos de convivencia, fortalecer los vínculos comunitarios, democratizar la gestión escolar y ofrecer horizontes de futuro a estudiantes cuyas vidas están atravesadas por la incertidumbre, el abandono y la violencia estructural. Si no lo hacemos, habremos naturalizado que la escuela ya no puede educar, solo vigilar y castigar.

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