Varios estudios, como Barber & Sanders 2007, sugieren que una de las variables de mayor impacto predictivo en la calidad del aprendizaje de los estudiantes es la calidad de sus profesores. Pero, ¿qué hace que un profesor sea bueno?
Lee Shulman, uno de los sicólogos educacionales más importantes de nuestro tiempo, relata el caso de Nancy, una profesora de literatura que deslumbró a los investigadores que observaban sus clases. Shulman compara a Nancy con el director de una orquesta porque era capaz de liderar a un grupo diverso, los estudiantes, hacia un objetivo común, el aprendizaje. En sus clases, Nancy demostraba tener un profundo conocimiento de su disciplina. Además, adaptaba flexiblemente su metodología según la complejidad del contenido, las circunstancias y las capacidades de sus estudiantes.
Para enseñar como Nancy, hace falta dominio de la materia que se enseña y de un amplio espectro de estrategias de enseñanza. Se necesita, también, conocer a los alumnos para ofrecerles a todos—y no solo a los mismos de siempre—diferentes modos de acceder al currículum. Para tener el manejo de grupo y la flexibilidad metodológica de Nancy se requiere mucha práctica en diversos contextos.
Las Facultades de Educación tenemos la enorme responsabilidad de formar profesores con estas capacidades. Eso supone, entre otras cosas, un muy buen diseño curricular, que conecte teoría y práctica, tal como ocurre en la formación de los médicos, donde un experto, tanto en teoría como en práctica, le enseña a un novato, en la Universidad y al lado de la cama del paciente.
Enseñar es una actividad que requiere de alta experticia porque no se trata de enseñar sólo a quienes aprenden sin dificultad, sino a todos los niños con sus diferentes capacidades. Mientras mejor es un médico, más capaz es de sanar incluso a los pacientes difíciles; lo mismo sucede con los profesores. Hablemos más seguido de cómo son los buenos profesores y tomemos creciente conciencia de que enseñar en la escuela es una tarea “no natural”; requiere estudio, trabajo, práctica e innovación, y esto supone una inversión de recursos.
Podemos empezar por mirarnos al espejo con mayor objetividad. De acuerdo a la encuesta TALIS de la OECD que estudia el aprendizaje y la enseñanza, un 90% de los más de 1.000 profesores chilenos encuestados cree que ayuda a sus estudiantes a pensar críticamente, y un 95% está satisfecho con su trabajo. Estas altas cifras se contraponen a los resultados académicos que obtienen los estudiantes chilenos en pruebas estandarizadas.
Si bien los resultados de Chile en la prueba PISA 2012 mejoraron respecto del 2006, todavía nos encontramos significativamente por debajo del promedio de la OECD. La situación es todavía más grave cuando consideramos el bajo porcentaje de alumnos que alcanza los dos niveles superiores de comprensión en cada una de las pruebas: 1,6% en matemáticas; 0,6% en comprensión lectora; 1% en ciencias y 2% en solución de problemas.
La satisfacción que los profesores sentimos por nuestro trabajo no debiera estar desconectada de los resultados de nuestros alumnos. Por el contrario, si la enseñanza es lo central de nuestra tarea, entonces el aprendizaje es un factor muy importante al evaluar nuestro desempeño. Tenemos un desafío grande como país de formar profesores en la Universidad y en servicio, que sean expertos en enseñar a todos y que apliquen con responsabilidad lo que la investigación en nuestra disciplina nos ha enseñado.
Necesitamos profesores que ofrezcan suficientes andamios (Vygotsky, 1978) que “afirmen” a nuestros niños mientras ganan autonomía y dispuestos a dar un paso atrás cuando la consigan.
Necesitamos profesores que presenten maneras de acercarse al conocimiento tan diversas como las múltiples inteligencias (Gardner, 1983) de nuestros estudiantes.
Necesitamos profesores que inviertan tiempo en activar los conocimientos previos que servirán de ancla para los nuevos aprendizajes (Kintsch y Kintsch, 2005).
Necesitamos profesores que conozcan prácticas pedagógicas para fomentar el debate y de esta manera motivar la participación y agudizar el pensamiento crítico de los estudiantes (Hake, 1998).
Necesitamos profesores capaces de construir preguntas que conduzcan a niveles más profundos de comprensión (Wilhelm, 2014).
Necesitamos profesores que no pierdan de vista el mundo real y respondan con soltura la temida pregunta, ¿para qué me va a servir esto en la vida? (Perkins, 2014). Más importante aún, necesitamos profesores tan entusiasmados como Nancy y que contagien su pasión tanto a profesores como a alumnos.
Creo firmemente que estudiantes y profesores podemos mucho más. Los docentes que han tenido buenos resultados en escuelas vulnerables lo saben bien. Aprendamos de sus buenas prácticas, hablemos más seguido sobre buenos profesores y los aprendizajes que ellos promueven. Probablemente, esta es la conversación que extrañan los padres de niños en edad escolar, con independencia de si sus hijos asisten a un colegio particular pagado, subvencionado o municipalizado.
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