El movimiento social de padres y apoderados contra las tareas para la casa ha generado una activa inquietud , con muchos que apoyan la causa, algunos que son detractores y un enorme contingente de indiferentes.
Una pregunta cuya respuesta podría ayudar en esta discusión es, las tareas para la casa ¿son efectivamente un recurso para optimizar los aprendizajes? El único modo de hallar una respuesta válida es a través de otra pregunta, ¿cómo aprende el cerebro infantil?
En primer lugar, los niños están aprendiendo constantemente; los mejores aprendizajes son aquellos que se llevan a cabo en situaciones informales, cuando el niño está intensamente motivado para ello. La motivación es un motor interno extraordinario cuyo combustible es la curiosidad. En el niño se enciende la chispa de la expectativa frente a una recompensa precisa, que es dominar lo que hasta ese momento no dominaba.
Así aprenden a pedalear, a saltar la cuerda, a nadar, a dibujar, a leer, a cocinar, a dominar los dispositivos digitales. Este tipo de motivación es intrínseco; nadie les pone una calificación porque aprendieron a hacer touch sobre un Ipad o a preparar una tartaleta de limón. Gran parte de este aprendizaje es autodidacta; a veces se aprende bajo la guía de otro niño que ya domina la habilidad o de un adulto que disfruta mostrando al niño una destreza, como la abuela que enseña a la nieta a tejer.
Este es el modo como miles de niños han aprendido a lo largo de la historia. Todos dominaron habilidades disponiendo de dos recursos muy valiosos: tiempo para practicar y pasión por ser expertos. Una vez que el niño domina la habilidad de modo informal, puede decidir continuar con un maestro experto. Así, los que aprendieron a bailar frente a un espejo o en la calle van a una academia de baile; otros van a un club deportivo o toman clases de ejecución vocal o musical o se inscriben en un taller de cocina. Y al cabo de un tiempo (se dice que son necesarios diez años) se transforman en expertos. Recorrieron un camino gozoso.
Pero hay otra forma de aprendizaje que comenzó a insinuarse históricamente no hace muchos siglos: la enseñanza formal escolar. En esta modalidad la motivación ya no es el motor principal, por cuanto lo que se ha de aprender es determinado por adultos expertos en diseño curricular y en las necesidades cognitivas de la niñez; el niño no tiene ni voz ni voto en estas decisiones.
Aparecen los objetivos de aprendizaje (lo que debe saber un alumno al finalizar un año lectivo), las modalidades de evaluación, los contenidos curriculares y los criterios para reprobar a un alumno o para considerarlo afectado por necesidades educativas especiales.
Al no ser el niño el actor activo del aprendizaje, desaparece la motivación intrínseca ( la curiosidad, la pasión) y es reemplazada por la motivación activada desde afuera: la nota, el cariño de los padres (“mis padres me quieren cuando traigo buenas notas y me porto bien”), algún premio tangible o una amenaza de castigo. Deben transcurrir algunos años para que la motivación vuelva a ser encendida desde la curiosidad intelectual. Y a veces no se enciende nunca más.
En esta modalidad de aprendizaje el tiempo para practicar sigue siendo clave, porque aprender es un proceso y no un evento instantáneo en una mente predispuesta de antemano. Y aquí surgen dos serios problemas que están latentes en la discusión sobre las tareas.
El primer problema es que por los primeros 4 años de escolaridad (de 1° a 4° de básica) los niños deben desarrollar habilidades específicas que les permitan luego aprender contenidos complejos. Deben aprender a leer, comprender lo que leen, expresarse oralmente y por escrito, comprender el complejo universo de los números y , muy especialmente, aprender a pensar de modo ordenado frente a un objetivo intelectual.
Este aprendizaje de habilidades indispensables para tener éxito escolar requiere de tres factores indispensables: tiempo para practicar, motivación y un profesor experto. El dilema es que el currículo en el aspecto contenidos es tan abultado y complejo que no queda tiempo para practicar y aprender gozosamente. El tiempo va en contra como si la escuela fuera una UTI (Unidad de Cuidados Intensivos).
Es en ese momento cuando aparece la tabla de salvación: las tareas para la casa como recurso para que los alumnos practiquen lo que se aprendió someramente en clases. Pero los aprendizajes deberían ocurrir en el escenario natural para ello: el aula.
El segundo gran problema ( muy grave) es que muchos actores educativos siguen creyendo que aprender es un evento que ocurre de modo instantáneo en mentes que poseen un dispositivo cerebral preinstalado, una especie de centro cerebral de aprendizajes escolares.
Quienes creen esta falacia son aquellos profesores que enseñan un contenido un martes y hacen la prueba el jueves. Y colocan notas rojas sin siquiera cuestionar el absurdo de no dar tiempo para procesar, entender y aplicar lo aprendido.
Son aquellos profesores que enseñan contenidos académicos y luego elaboran pruebas en las que piden datos, definiciones, completar frases, etc. Un aprendizaje memorístico agotador. Como comprueban que sus alumnos aprenden poco y nada (las notas rojas hablan por sí solas), recurren a las tareas para la casa como un modo de incentivar al alumno a consolidar lo aprendido. Mientras más tareas lleven para la casa, más preparados volverán al día siguiente.
Pero aprender es hacer redes neuronales.Hacer redes es un proceso laborioso, que se puede facilitar cuando el aprendiente es encendido por la pasión del descubrimiento, de la curiosidad. Jamás el aprender es instantáneo, sobre todo si se trata de un niño de enseñanza básica, que está recién formando plantillas cerebrales de conocimientos.
Hacer redes requiere de tiempo, práctica, un buen profesor, una mente despejada y mucho entusiasmo. Y he aquí que en la mayoría de los establecimientos educacionales con jornada escolar completa todo el tiempo de aula se dedica a enseñar contenidos; no hay tiempo para practicar, para comprender, para hallar sentido a lo aprendido, para aplicar. Muchas cabezas agachadas escribiendo, llenando guías, respondiendo cuestionarios. Y muchos profesores que han perdido el norte de lo que es la docencia, extraviados en un océano de planificaciones, de plazos (tantas notas que deben estar en la planilla) y de fiscalizaciones.
Entonces,¡que los alumnos terminen en casa lo que no se alcanzó hacer en clases! El dilema es que las tareas no hacen redes neuronales, y menos cuando al cansancio físico se suma el deseo irrefrenable de una pausa, de un tiempo para jugar, para sumergirse en ese dolce far niente que exige el agobio y el estrés. El cerebro a toda edad exige una tregua cuando ha estado más de 5 horas trabajando para hacer redes. Y la JEC es de 8 horas. Para colmo, el 80% del tiempo los alumnos están en las aulas, por lo general mal ventiladas. No se mueven. Deben estar en silencio. Y los recreos duran lo que un suspiro, apenas el tiempo para engullir la colación e ir a hacer pipí.
Y algunos ni siquiera tienen ese privilegio. Hace unos meses, un chico llevaba casi 5 semanas sin recreo: era disléxico, y el profesor lo dejaba en el aula leyendo mientras el resto corría anhelante al recreo; la consigna era “aprende a leer fluidamente y te dejo salir”. Sin duda alguna que el chico llegaba a casa a hacer tareas.
El organismo humano no da más después de 8 horas de trabajo intelectual. Y esto es máximo si el cerebro debe aprender sin motivación y si el niño ha luchado en la jungla del transporte público para llegar a casa. En nuestras ciudades son muchos más los chicos cuyos padres no tienen automóvil para retirarlos en la puerta del colegio y que tampoco pueden pagar un transporte escolar.
Si se trata de hacer redes útiles, una tarea que exija unos 15 minutos como máximo es muy provechosa, por ejemplo, la cartilla de Kumon. Y un buen libro en el velador a la hora de irse a la cama. Pero muchos alumnos invierten 2 horas o más terminando en casa lo que no se alcanzó a hacer en el aula para luego continuar con la tarea del día. Y a las 22 horas buscan como sonámbulos el consuelo del celular para sumergirse en las redes sociales.
Hay señales poderosas que debemos saber leer. Los barrios universitarios están llenos de estudiantes borrachos o “ volados”, ávidos de una libertad mal entendida que sintieron vedada por años.
Muchos chicos que poseen dispositivos digitales se sumergen en sus video juegos y sus comunidades virtuales hasta pasada la medianoche, ávidos también de momentos de distensión y de placer. Adiós lectura por placer, adiós juegos al aire libre, adiós bici, adiós vida sana.
Pero muchos adultos siguen sosteniendo que mientras más horas de estudio tengan, más cultos y preparados estarán para ingresar al exigente mercado laboral. Quizá la JEC y las tareas no sean inocentes en esta porfiada y ciega búsqueda de excelencia intelectual.
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