En Chile, sucede el particular fenómeno que las efemérides de desastres se recuerdan con un nuevo evento. Es así como el sismo del 19 de enero de este año, que afectó principalmente a las ciudades de La Serena y Coquimbo, fue un recordatorio del más letal de los terremotos registrados en el país, ocurrido el 24 de enero de 1939 en Chillán.
Lamentablemente esta situación también se repite con frecuencia ante otro tipo de desastres, los incendios forestales, que han hecho resurgir la condición de catástrofe en el sur del país, a tan sólo 2 años de las impactantes imágenes que dejaron el paso de las llamas entre las regiones de O'Higgins, Maule y Biobío.
A esto se suman las inundaciones en el norte producto de las precipitaciones altiplánicas estivales que han impactado profundamente a diversas localidades rurales.
La construcción de resiliencia es uno de los discursos que se ha instaurado dentro del debate como una condición deseable, sobre todo en países como Chile, en donde la amenaza a eventos socionaturales es alta, es por esto que se han diseñado diferentes estrategias que pretenden desarrollar esta condición en nuestra población.
Sin embargo, la mayoría de estas iniciativas no consideran la realidad de las comunidades rurales, donde el impacto de los desastres es aún mayor, porque además es silencioso.
Esta preocupación no es antojadiza. Según datos de ODEPA (2018), el 82% de la superficie del territorio chileno pertenece a comunas rurales, de acuerdo al criterio OCDE.
Esta misma metodología eleva a 29% el porcentaje de población rural si se le compara con el 13% declarado por el INE.
Este porcentaje tiene como característica una alta dispersión territorial, lo que dificulta las tareas de primera respuesta ante un evento, a lo que se suman problemas y bloqueos en la accesibilidad de las rutas, acceso al agua ante colapso de los sistemas de agua potable rural, fragilidad en la materialidad y tipo de construcción de las viviendas, y una población que envejece y no se recambia.
Los desastres en las áreas rurales no sólo impactan a su población, sino que también afectan a sus medios de vida, en actividades relacionadas con la pequeña minería, la pesca, la ganadería y la agricultura, donde un evento de estas características puede tener consecuencias en el ámbito de lo económico durante años.
No obstante, también es importante rescatar que dentro de estas comunidades existe un acabado conocimiento de su territorio y entorno, en donde saberes ancestrales permiten que estén alerta a las señales de la naturaleza. Este rico conocimiento debe ser reconocido, validado y sistematizado, de manera que retroalimente a la construcción de la resiliencia de estos sistemas.
Los últimos eventos de desastres han impactado principalmente las áreas rurales de nuestro país, afectando principalmente a una población vulnerable.
Debemos ser conscientes que, dentro de los efectos del cambio climático, los eventos hidrometeorológicos pueden ser más intensos o recurrentes.
Es necesario levantar la voz sobre estos temas, y profundizar en la necesidad de generar políticas y herramientas que nos permitan escuchar y atender a estos desastres silenciosos.
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