El año 2016 escribí una columna que titulé “La escenografía de la protección”. Allí declaraba que la política social dirigida a niños, niñas y adolescentes en Chile, era una teatralidad, y que cada cierto tiempo, a propósito de reportajes que “descubren” el horror detrás de los hogares, el mundo político finge sorpresa, se hacen llamados al cambio y se presentan nuevos proyectos de ley que nada cambian.
Estamos en el año 2020. En octubre del año pasado Chile hizo evidente el incendio silencioso en el que se encontraba y hoy está situado, debido a políticas públicas que desestimaron el impacto del Covid-19, como uno de los países con la tasa más alta de contagios. ¿Y en qué estamos en materia de infancia institucionalizada? En la misma puesta en escena, solo que discutiendo otro título.
El mismo día en que un reportaje desnudó las adopciones irregulares en el hogar Nido de Hualpén - sí, el mismo organismo colaborador que fue cerrado mientras se investiga una denuncia por abusos sexuales en su interior -, el congreso anuncia que queda a la espera de la promulgación de la ley de Garantías de los Derechos de la Niñez y Adolescencia, para oficializar el nuevo Servicio Nacional de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia.
He tenido la suerte de participar como co investigadora en un proyecto Fondecyt sobre la infancia en Sename, a cargo de la psicóloga Patricia Castillo, y de estudiar la vida cotidiana en las residencias entre el año 1979 y 2000. Lo hemos hecho a partir de una enorme indagatoria histórica y de entrevistas retrospectivas a personas que vivieron ahí.
Impresiona, pero sobre todo duele, escuchar los testimonios que dicen lo mismo que indicaron los niños que participaron en el Informe Jeldres (2016) y lo mismo que aparece en los informes del Instituto Nacional de Derechos Humanos. Una y otra vez, todo se repite.
¿Y ahora qué se pretende? Seguir haciendo lo mismo pero con otro nombre, sin terminar una lógica que está en el centro del servicio, que es la Ley de Subvenciones, la que genera una relación clientelar entre el Estado y los organismos colaboradores (OCAS). En ese espacio nebuloso, nunca nadie es responsable de los abusos ocurridos en los centros y los niños son un precio, una prestación, llena de incentivos perversos.
También se nos dice que el nuevo director de este servicio será nombrado por el sistema de Alta Dirección Pública. Pero las preguntas son las mismas. ¿En qué disuade eso los evidentes conflictos de interés entre ese posible candidato y las OCAS?
¿Cómo es posible que las OCAS que han estado involucradas en vulneraciones sigan estando acreditadas y participando activamente de este servicio?
Los recursos destinados, entregados parcializadamente a programas especializados que deben competir entre ellos, no mejoran la vida de los niños, niñas y sus familias. El Estado prefiere ser ciego y evitar el desplome del sistema, aumentando por aquí, cerrando por allá, cambiando nombres, sacando directores, permitiendo que la presión vuelva a acumularse hasta la próxima reforma.
Es la ley de la oferta y la demanda la que rige este sistema, no la de los derechos, ni del cuidado de los niños, niñas, familias y territorios. Y los profesionales y funcionarios que tratan de hacer bien su trabajo, terminan reventados y con tremendas licencias de salud mental, tratando de sostener algo que los supera ampliamente.
Como el Mito de Sísifo, en infancia hemos estado condenados a arrastrar una piedra que volvemos a soltar para luego volver a levantar, y en cada arrastrada de la piedra, se arrastran niños muertos, abusados sexualmente, maltratados, familias devastadas, territorios abandonados y profesionales y funcionarios precarizados, lanzados al absurdo una y otra vez.
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