Verdad y reparación frente a la violencia institucional de la protección de la infancia

En febrero de 2025 comenzó a funcionar la Comisión Verdad y Niñez, con el propósito de esclarecer la verdad histórica sobre las violaciones a los derechos humanos de niñas, niños y adolescentes que estuvieron bajo tutela estatal entre 1979 y 2021, en residencias de protección de administración directa y de organismos colaboradores del Servicio Nacional de Menores (Sename).

La comisión surge en un momento clave: el sistema de protección se encuentra actualmente en un proceso de reconfiguración, que implica el cierre definitivo del Sename y la implementación del Servicio de Protección Especializada a la Niñez y Adolescencia. Sin embargo, esta transición no es lineal ni constituye un punto de quiebre definitivo, ya que conviven prácticas, discursos y arreglos heredados de la anterior institucionalidad. Las lógicas institucionales, sedimentadas durante décadas, continúan operando en el presente.

Se trata, por lo tanto, de un escenario donde está presente el riesgo del olvido. En los procesos de implementación de políticas públicas suele diluirse la memoria sobre cómo funcionaron las instituciones, las racionalidades que las orientaron y los efectos que éstas generaron sobre la vida de niños, niñas, adolescentes, familias y también en las y los trabajadores del sistema. Comprender esta trayectoria histórica es condición para que las promesas de cambio sean efectivas y no repitan, a través de nuevos mecanismos y dispositivos, las lógicas que se asumían superadas.

La violencia contra niñas, niños y adolescentes bajo tutela estatal -ya sea en dispositivos de administración directa o de organismos colaboradores- no fue episódica ni excepcional. Diversos informes nacionales e internacionales la documentaron como estructural y sistemática, con prácticas de castigo, aislamiento, encierro prolongado, uso de la fuerza para "contener", restricción de alimentos, obstáculos al ejercicio del derecho a la participación y a la continuidad de los vínculos familiares y comunitarios. Por muy incómodo que sea, es necesario hacernos la siguiente pregunta: ¿Cómo llegó a configurarse una política pública que, buscando proteger y reparar, terminó vulnerando derechos de manera sistemática?

La respuesta a esta pregunta exige una mirada histórica. Durante más de un siglo los sistemas de protección dirigidos a la niñez se desarrollaron y operaron sobre la noción de "menores en situación irregular" y organizaron sus acciones en torno a dos tecnologías de gobierno: separar y encerrar. La separación opera sobre los vínculos, la historia y el sentido de pertenencia; pero también produce taxonomías que clasifican, dividen y distribuyen a los niños en pobres, abandonados, con problemas de conducta, inimputables, con "déficit", etc. El encierro, por su parte, se normalizó como mecanismo para corregir cuerpos y conductas, y se justificó a través de retóricas de seguridad, protección y cuidado. Pese la ratificación de la Convención de los Derechos del Niño, estas racionalidades encontraron nuevas formas de implementación: se "especializó" el encierro y se formalizó la separación a través de criterios normativos, administrativos y técnicos.

Comprender esta violencia como estructural permite cuestionar las perspectivas que la atribuyen solo a condiciones individuales o familiares entendidas como incapacidad o inhabilidad parental. Por esta razón, una transición institucional que no incorpora verdad y memoria en su diseño, corre el riesgo de administrar la continuidad del sistema que quiere dejar atrás, bajo un nombre de fantasía en lugar de producir cambios profundos y sistemáticos.

En este contexto, la creación de la Comisión Verdad y Niñez cumple una doble tarea. Es un mecanismo de verdad que produce reconstrucción histórica y reconoce individualmente los testimonios de las víctimas; y, al mismo tiempo se trata de un dispositivo reparatorio que puede habilitar el reconocimiento público del daño, definir medidas y fijar garantías de no repetición. Su relevancia no radica solo en el mandato legal, sino también en su importancia simbólica y social para el resguardo de la vida democrática y para analizar el modo en cómo miramos a las infancias históricamente excluidas e invisibilizadas por la precariedad de sus condiciones de vida. Se trata, en definitiva, de dar lugar y credibilidad a la voz de las y los sobrevivientes, encontrar y reconstruir archivos, producir memoria y movilizar reformas que transformen los estándares y las prácticas institucionales para la protección de la niñez.

Reparar implica, en última instancia, apuntar a la transformación de las lógicas con las que históricamente ha operado el sistema y permitieron la violencia institucional: la separación y el encierro como respuestas aceptadas y naturalizadas; la racionalidad económica que condiciona las intervenciones; la fragmentación de las historias de vida, la precarización de las condiciones para cuidar y proteger por parte de los equipos; y la falta de espacios cotidianos que reconozcan la importancia de las voces de niñas, niños, adolescentes y sus familias en los procesos de protección. La reparación podrá ser efectiva en la medida que las inercias que estructuran el sistema se desarticulen y sean reemplazadas por miradas que pongan en el centro la continuidad de los vínculos, los cuidados y la historia.

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