A fines de 2010, el joven vendedor ambulante Mohamed Bouazizi realizó un acto de desesperación, prendiéndose a sí mismo fuego en protesta por la confiscación de su puesto por funcionarios de la ciudad de Sidi Bouzid. Sin saberlo, su inmolación desató las revueltas populares más intensas del último tiempo en África del Norte y Oriente Medio, derrocando a algunos regímenes autoritarios de larga data en la zona.
Desde esos hechos han transcurrido 10 años, ¿qué cambios produjo la Primavera Árabe para los habitantes de la región?
Primero, consignar que 22 países de la región afrontaron estas turbulencias políticas, los cuales desplegaron distintas estrategias para reprimir o encauzar las movilizaciones: golpes militares, aplastamientos violentos, llamados a elecciones o guerras civiles. Esto abrió lugar a una dinámica de revueltas, procesos revolucionarios, o contrarrevolucionarios, en los que colapsaron varios de estos regímenes.
Y si bien en cada uno de los países hubo muchos factores para salir a manifestarse, uno de los principales fue el impulso por una mayor apertura democrática. Túnez, en ese sentido, destacó con la convocatoria a asamblea constituyente como respuesta a las protestas; lo mismo que Egipto y Libia, que tuvieron llamados a elecciones. Mientras tanto, las profundas divisiones sectarias ayudaron a dar lugar a movimientos antigubernamentales en Bahrein, Siria y Yemen.
Sin embargo, es relevante destacar que sólo Túnez hizo un cambio duradero hacia la democracia, mientras que Egipto retrocedió con el golpe de Al Sisi, mientras Libia, Siria y Yemen entraron en una espiral de guerras civiles que recién al día de hoy se están remediando.
Esto no debe olvidar las tensiones religiosas y étnicas, que juegan un papel importante en la política local. Los partidos islamistas, por ejemplo, en el periodo de transición posterior a la Primavera ganaron poder en Túnez con Ennahda y en Egipto con Hermandad Musulmana -aunque sólo temporalmente en este último-.
Lo segundo que estuvo en el centro para salir a las calles fue la lucha por mejorar el estándar de vida. En la época se vivieron las consecuencias de la crisis financiera de 2008, que produjeron fuertes caídas de los precios del petróleo y alto desempleo, a la par de convivir con una galopante corrupción de las autoridades. Se evidenció que el contrato social entre los regímenes árabes y sus sociedades estaba roto: el hecho de renunciar a tus derechos políticos a cambio de tener derechos socioeconómicos garantizados no era real.
No obstante, las condiciones sociales no han mejorado significativamente desde la Primavera. Son los perdedores de la globalización, a lo que se suma una gran inseguridad alimentaria y la crisis de refugiados más grande del último tiempo. El crecimiento económico está estancado, los jóvenes siguen sin trabajo en las calles y la pobreza se mantiene como una de las más altas del mundo. Por razones obvias, en Libia, Siria y Yemen han caídos los niveles de vida, medidos en ingresos medios de los países. A su vez, el porcentaje de desempleo juvenil se mantiene alto -sobre un 20%-, e incluso en algunos países ha empeorado en relación a años previos al 2010.
Lo tercero es el empoderamiento de la mujer. Si bien no fue un foco principal de la Primavera, sí ellas asumieron roles de liderazgo en las protestas, a pesar de la amenaza latente de violencia de género. En ese sentido, en la última década algunos países han experimentado aumentos de la representación femenina en gobiernos y legislativos -Túnez, Libia, Bahréin y Egipto, aunque en general se ha promovido livianamente este asunto.
Ahora, la sensación de que la revolución ha sido derrotada es real, aunque también se percibe un cambio hacia lo colectivo sin marcha atrás. Se ha perdido el miedo a expresarse, a criticar a los gobernantes, algo que en la cultura árabe es complejo de abordar. En la región siguen existiendo fuertes demandas larvadas de justicia y libertad, y, por ende, de apostar por cambios políticos más profundos, toda vez que los problemas estructurales siguen allí sin solución.
Es más, en 2018 se dio una nueva oleada de movimientos populares en la zona, que derrocaron a Omar al-Bashir en Sudán y Abdulaziz Bouteflika en Argelia, y puso contra las cuerdas a los gobiernos de Irak, Irán y Líbano.
Por ende, si bien la Primavera Árabe no alcanzó una completa reconfiguración de la estructura sociopolítica a partir de la cual la ciudadanía pudiera lograr recuperar su hegemonía, ella es un hito histórico que encierra una enorme carga simbólica y métodos de lucha en millones de personas, que ha quedado en el inconsciente colectivo de los jóvenes de todo el Medio Oriente y Norte de África.
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