En abril de 2007 los jefes de Estado sudamericanos se reunieron en Isla Margarita entre otras cosas para darle un envión a la joven Comunidad de Naciones Suramericanas, iniciativa de integración promovida por Brasil.
Fue en esa reunión donde un exasperado Hugo Chávez irrumpió con la idea de que la organización no debía llamarse “Comunidad”, sino “Unión”: no debía ser la CASA, como proponía entre otros la Presidenta Bachelet, sino la UNASUR. Más por cansancio que por convencimiento, los demás líderes aceptaron y así nació la organización que por más de 10 años agrupó bajo un mismo alero gobiernos bolivarianos, de centro izquierda, y de derecha.
Este 22 de marzo el Presidente Piñera busca repetir la hazaña y convencer a sus colegas sudamericanos de reemplazar esta vez “Unión” por “Progreso”, y la UNASUR por PROSUR.
En otros rincones del mundo los proyectos de integración también han cambiado de nombre, que duda cabe. La Unión Europea antes de 1993 se llamaba Comunidad, y la Unión Africana antes de 2001, se llamaba Organización para la Unidad Africana.
La diferencia con nuestros reiterados bautizos latinoamericanos, sin embargo, radica en que aquellos cambios fueron acompañados por transformaciones profundas del proyecto mismo: la nueva Unión Europea adoptó el proyecto de Mercado Único incluyendo una futura moneda única (lo que hoy es el Euro), y la nueva Unión Africana reemplazó radicalmente el viejo principio de “no-injerencia” por un nuevo principio de “no-indiferencia” que ha permitido a la organización actuar de manera efectiva en la defensa de la democracia y los derechos humanos.
Hay pocos indicios que el cambio nominal de UNASUR a PROSUR vaya a ir acompañado de un cambio real. En primer lugar, las transformaciones reales, como la europea o la africana, surgen de ideas meditadas y consensuadas, así como de convergencias de intereses entre los Estados.
No hay consensos en la actual coyuntura sudamericana más allá de una tenue sintonía de Presidentes que favorecen el mercado y la apertura económica, y un convencimiento - por cierto no compartido por todos - de que una Venezuela autoritaria no debiese pertenecer a una organización regional democrática.
Pero una organización regional no puede funcionar sobre la base de simpatías circunstanciales entre presidentes, sino sobre la base de intereses de Estado compartidos y una visión de futuro consensuada.
Precisamente porque falta un consenso y una convergencia de intereses, la eventual PROSUR si es que llega a salir del papel, será probablemente una iniciativa débil basada en un acuerdo de mínimos en áreas ya cubiertas, ¡y hace años! por UNASUR: cooperación en infraestructura, energía, defensa, salud, y compromiso democrático. En efecto, son precisamente esas áreas donde UNASUR había logrado progresos importantes.
UNASUR no requiere ser rebautizada, sino reformada, y para que ello acontezca se necesita un liderazgo regional efectivo. Tal liderazgo buscaría, por ejemplo, cambiar el mecanismo de toma de decisiones basado en consensos, por uno basado en mayorías de manera de evitar los puntos muertos que padeció UNASUR en el nombramiento de secretarios generales.
Un liderazgo efectivo construiría consensos para dotar a la organización de una Secretaría General moderna, con capacidades de implementación y monitoreo de proyectos. Construiría los consensos necesarios para elegir a un Secretario General con un alto perfil político, capaz de conducir a la organización.
Un liderazgo efectivo buscaría refundar la organización para que pueda lidiar con los problemas transnacionales reales que la región enfrenta, tales como la migración, y las redes de narcotráfico y crimen organizado.
Un liderazgo efectivo buscaría hacer de la organización un foro con capacidad de coordinar posiciones y de concertar acuerdos comerciales, de infraestructura, y de cooperación tecnológica con China, el Asia Pacífico, Estados Unidos y la Unión Europea.
Poco importa si se llama CASA, UNASUR o PROSUR. Si los líderes convocados por el Presidente Piñera consensuaran al menos un par de las reformas enumeradas, el 22 de marzo de 2019 será recordado como un momento de transformación real en la política de integración, y no como uno más de los tantos episodios refundacionales en que lo dicho se ha llevado por delante a los hechos.
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