Se ha hecho costumbre hablar de una justicia en crisis múltiple. Crisis de legitimidad, crisis de transparencia, crisis de eficiencia, crisis de lentitud y asuntos pendientes de resolución, crisis de calidad, suma y sigue. Pues bien, hay quienes desde la simplificación y la generalización pretenden tener las recetas para todo. La oleada populista que ha inundado diversos ámbitos de la sociedad no es ajena al ámbito de la justicia y sus propuestas de reforma en tiempos electorales.
El populismo siempre ha encontrado un campo abonado en la esfera de la justicia penal. Es que el populismo, como fenómeno político, busca generar réditos, votos y adhesión, pero en su afán de captar rápidamente la atención y el apoyo popular en una sociedad marcada por la cultura de la inmediatez, descuida o derechamente prescinde de la evidencia, los datos y las investigaciones.
Por desgracia, el populismo y los populistas se levantan y sostienen gracias a la ausencia o pereza del pensamiento, evitando profundizar en los problemas y prescindiendo de la búsqueda de soluciones verdaderamente útiles. El populismo es grandilocuente, por esencia. Le encanta lo altisonante, las grandes palabras, los titulares llamativos y el festival de pirotecnia, en lo que ahora abordamos, judicial. Se aprovecha de los eslóganes, las pancartas y las consignas que apelan a la emocionalidad primitiva, desviando la atención de lo racional y más trabajoso, sin ofrecer propuestas sustantivas y verdaderamente fundamentadas.
Sin embargo, y aún a meses de una elección tan importante, no sobra recordar que el derecho y la justicia requieren un análisis detenido y riguroso, alejado de la superficialidad populista. De hecho, una de las marcas más engañosas del populismo es su apego al supuesto efecto taumatúrgico, mágico o milagroso de la ley.
Pero las soluciones a la crisis de la justicia no pueden ser abordadas de manera ilusoria, esperando que una simple ley sea suficiente para resolver los problemas estructurales que pueda venir acumulando. Es necesario destinar los recursos adecuados y proporcionar el apoyo necesario para afrontar este desafío de manera efectiva. En el plano de la justicia penal, la etapa de ejecución de las penas, y todo lo vinculado con lo que ocurre en las cárceles, ha sido objeto de discusiones y propuestas que poco y nada tienen que ver con los fines que la pena debiese tener en una sociedad democrática y un Estado de Derecho.
La idea de construir cárceles en lugares remotos como desiertos, islas, en el extremo sur, en embarcaciones, ha ganado terreno en algunos discursos político-electorales como una solución aparentemente contundente frente a la delincuencia. Propuestas de este tipo suelen presentarse con un aura de mano dura, prometiendo más seguridad a través del aislamiento extremo y condiciones particularmente severas para los internos.
Sin embargo, este enfoque resulta absolutamente superficial, claramente populista y, por cierto, contrario a lo que una política pública bien fundamentada y de largo plazo debería perseguir. Más que resolver el problema de la inseguridad, estas medidas son un mensaje poco sincero con el electorado con una fachada de acción decisiva que desprecia la inteligencia de éste.
En primer lugar, la construcción de cárceles en zonas geográficas especialmente inhóspitas apela más a la emoción que a la razón. El imaginario de un desierto desolador o una isla inaccesible trae la imagen de castigo duro y disuasión, que es precisamente lo que quiere escuchar la gente. Es una respuesta diseñada para calmar el clamor popular en lugar de abordar el problema con seriedad, abordar el tema de las cárceles aún pendientes de completa habilitación y de diseñar, aunque sea menos popular, una estrategia integral de prevención y rehabilitación.
En "Las miserias del proceso penal", de Carnelutti, se revelan las abrumadoras deficiencias y miserias inherentes al sistema carcelario. La cárcel, concebida como una institución destinada a rehabilitar y reformar a los delincuentes, se ha transformado en un lugar donde la humanidad y la civilidad son olvidadas y donde la dignidad se desvanece. El primero de los problemas se encuentra en el propio diseño de las cárceles, que se asemejan más a antiguos calabozos medievales que a instituciones modernas. Estos recintos oscuros, con escasa iluminación y ventilación, dan lugar a condiciones insalubres y deplorables. La falta de higiene y el hacinamiento son una realidad, convirtiendo las cárceles en algo que no puede ser motivo de orgullo
No obstante, el problema no se limita al entorno físico. Es dentro de las paredes de la cárcel donde se manifiesta una verdadera catástrofe humana. La cárcel se ha convertido en un caldo de cultivo para la violencia, la contaminación criminógena y la corrupción.
Bandas y facciones internas luchan por el control y los recursos escasos, convirtiendo el lugar en un real campo de batalla, donde Gendarmería, con los escasos recursos que posee, muchas veces no da abasto para ejercer el control, con respeto a los derechos humanos que los reclusos no pierden por estar privados de libertad, incurriendo en abusos y excesos. La inseguridad reinante hace que los reclusos estén constantemente en peligro, condenados a vivir en permanente riesgo.
El sistema carcelario ha demostrado ser incapaz de cumplir su función rehabilitadora. Más bien, se convierte en una fábrica de criminales endurecidos por la vida en reclusión. Las escasas oportunidades de verdadera educación y formación, así como la escasa perspectiva de un futuro digno, hace que muchos reclusos recurran a la reincidencia. Incluso, no pocos jueces, ante la reincidencia o ante el incumplimiento de alguna pena alternativa a las penas privativas de libertad, acuden a una explicación en extremo simplista: el carácter refractario de este grupo de la sociedad.
¿Dónde está la justicia en este ciclo interminable? Es en este punto donde Carnelutti expone una crítica sin eufemismos al sistema penitenciario. La cárcel, concebida originalmente como una herramienta para impartir justicia y reformar al infractor, se ha convertido en una trampa en la que la sociedad parece haber renunciado a su deber de corregir y redimir a aquellos que han cometido delitos.
Es imperativo que la sociedad y las autoridades reconozcan la urgente necesidad de reformar el sistema carcelario y de ejecución de penas. La prioridad debe ser el respeto a la dignidad humana y el reconocimiento de la capacidad de cambio y redención de cada individuo. La implementación y ampliación de programas de reinserción, la mejora de las condiciones carcelarias y la promoción de una justicia (humana) son pasos esenciales hacia la construcción de un sistema penal más justo y, sobre todo, efectivo.
No podemos resignarnos a que el lugar al que llamamos "cárcel" haya perdido su propósito original y se haya convertido en un espacio hediondo, peligroso e insalubre. La crítica planteada por Carnelutti en Las miserias del proceso penal resuena hoy con más fuerza que nunca.
Urge tomar medidas para que la cárcel vuelva a ser un lugar de esperanza y oportunidades para aquellos que han cometido delitos y desean reformarse. Como señala Carnelutti, "nuestro comportamiento frente a los condenados es el índice más seguro de nuestra civilidad (...) al llegar a cierto punto, el problema del delito y de la pena deja de ser un problema jurídico para seguir siendo solamente, un problema moral".
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