La ecología se ha vuelto un tema urgente y particularmente complejo sobre el cual reflexionar. En buena medida esta complejidad tiene que ver con el hecho de que este debate está atravesado por discursos y racionalidades heterogéneas que es necesario distinguir.
Por ejemplo, en relación con la discusión acerca de la ingesta de carne, una primera línea argumental problematiza esta práctica poniendo el acento en las dimensiones éticas del acto de matar animales.
Esta perspectiva implica una crítica al antropocentrismo -propio de la tradición judeo-cristiana - y una revalorización del derecho a la vida de formas de existencia no humanas.
El bien que busca proteger, por lo tanto, es la vida en tanto tal, independientemente de las consecuencias económicas o de los cálculos estratégicos en cuanto a la sustentabilidad de la industria de la carne.
Es decir, esta reflexión ética establece los límites de la racionalidad económica en la determinación del valor de la vida y pone en evidencia las condiciones culturales que subyacen a la crisis ecológica.
Pero, al mismo tiempo, existe un segundo grupo de argumentos que critican el consumo de carne desde una perspectiva totalmente diversa.
En este caso ya no se trata de una cuestión ética, sino más bien de un cálculo estratégico, el cual sopesa la sustentabilidad de esta industria, considerando aspectos tales como el abultado consumo de agua necesario para su producción o la contribución al efecto invernadero de los gases que emite el ganado, entre otros.
Esta perspectiva se caracteriza por suponer que la viabilidad de la industria se puede asegurar en la medida en que ella internaliza los costos de los daños ambientales que genera, costos que luego son traspasados al consumidor, quien gustosamente los paga para expiar sus culpas ecológicas.
Por lo tanto, su objetivo ya no es cuidar la vida de los animales en tanto tal, sino la replicabilidad de la industria en el tiempo.
Dicho de otro modo, las eventuales consecuencias ecológicas positivas que puede traer el hecho de visibilizar los costos medioambientales - por ejemplo, criar ganados en condiciones más dignas, plantar árboles para mitigar el efecto invernadero, etc., - son los resultados indirectos de generar procesos de producción más lúcidos respecto a sus propias posibilidades de éxito en el tiempo, tanto desde un punto de vista material, puesto que la destrucción de la naturaleza es una amenaza real para los modos actuales de producción, como desde el punto de su legitimidad cultural, ya que una industria contaminante o cruel con los animales resulta cada vez más impopular.
Esta racionalidad económica para lidiar con las cuestiones ecológicas ha ido ganando legitimidad en los últimos años.
Y buena parte de esta legitimidad la obtiene desde la “fantasía ideológica” de que un mercado advertido de los costos ambientales puede reemplazar la toma de decisiones éticas y políticas respecto al valor de la vida.
Es decir, si originariamente los discursos ecológicos suponían que el cuidado de la vida implicaba limitar la explotación económica de la naturaleza, este giro implica que esta misma racionalidad, que ha exterminado especies animales, contaminado los océanos, descongelado los hielos, con algunos ajustes puede devenir “eco-friendly” y ser la solución al problema medioambiental.
Ahora bien, me parece que una reflexión ecológica compleja debería evitar tanto el puritanismo ético, como el reduccionismo economicista.
No se trata, pues, de desacreditar la racionalidad económica, sino de limitar su esfera de influencia, entendiendo que ella debe convivir y, por momentos, someterse a otro tipo de racionalidades políticas y principios éticos.
Dicho de otro modo, ponerle precio a la vida y dejar que el mercado decida su valor es, sin duda, una aberración ética y, además, tiende a repetir la ideología que está a la base de la crisis ecológica.
Es más, me parece que la crítica al antropocentrismo es perfectamente expandible a otros “centrismos” -eurocentrismo, androcentrismo, etc., - que también operan como modos de legitimación ideológica de prácticas de explotación de seres humanos, de la naturaleza, de animales.
Sin embargo, la irreductibilidad del argumento ético al económico no excluye la importancia de pensar y desarrollar modelos de producción que sean compatibles con el valor ético de la vida, de modo de evitar puritanismos dogmáticos esnobs e inconducentes.
Por lo tanto, la pregunta que hoy día debemos formular no es si hay o no que comer carne, sino más bien volver a discutir acerca de lo que realmente importa, de aquello que quisiéramos preservar ante la catástrofe inminente.
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