El reciente triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de EE.UU. marca un hito preocupante y devastador para la política climática global, y no podemos mirar hacia otro lado. Tanto en su anterior gobierno, como durante su actual campaña, Trump dejó en claro que su objetivo era revivir la producción de combustibles fósiles en Estados Unidos. De manera explícita apuesta por el petróleo y el gas como pilares de la geopolítica estadounidense; y en su anterior administración no dudó en abrir áreas protegidas para la extracción y apoyar proyectos de nuevos oleoductos.
En momentos en que el mundo enfrenta una emergencia climática sin precedentes, Estados Unidos se aleja de las energías limpias, amenazando los insuficientes avances logrados. Es un retroceso que pone en jaque las metas del Acuerdo de París, que Trump ya había abandonado una vez y que probablemente volverá a rechazar.
Trump implementará políticas desreguladoras que dificultarán el cumplimiento de los objetivos de reducción de emisiones de Estados Unidos, enviando una señal negativa en un momento clave para los compromisos climáticos internacionales. Con la llegada de su nueva administración, Trump contará con equipos mucho más cercanos a sus ideas, -y más alejados de la regulación que podría ejercer el Partido Republicano-, conformados por personas que no solo conocen a fondo el entorno con el que van a interactuar, sino que también comparten su visión, y en algunos casos, son aún más radicales en sus posiciones. Esto incrementará el riesgo de desmantelar aún más las regulaciones ambientales y dificultará cualquier esfuerzo serio para frenar el cambio climático, especialmente hoy que está comenzando la COP29 que se celebra en Bakú, Azerbaiyán, y que busca reforzar los compromisos climáticos internacionales.
En particular, las anunciadas políticas proteccionistas de su administración, sumadas a las ya mencionadas desreguladoras, que favorecen los combustibles fósiles, pueden impactar negativamente en sectores clave como el transporte eléctrico y la mitigación al daño ambiental. Tal como lo está haciendo Milei en Argentina con su Ministerio de Desregulación y Transformación del Estado, Trump ha designado a su amigo y seguidor acérrimo, Elon Musk, como secretario de Eficiencia Gubernamental (DOGE, por su sigla en inglés). Las credenciales de Musk pasan por un apoyo incondicional al mandatario electo, incluyendo la capacidad de su adquirida red social X y por sus decisiones financieras y empresariales basadas obsesivamente en la autopromoción (nada muy distinto a lo hecho por Trump) y el abuso laboral (ídem). En un momento en que la transición hacia energías y transportes más limpios es crucial, la postura estadounidense, a través de Trump y Musk, podría obstaculizar los esfuerzos globales por reducir las emisiones del sector transporte con una mirada cerrada que solo beneficie a sus amigos (o en el caso de Musk, a sí mismo) y frene años de avances globales.
América Latina se verá afectada de cerca por los impactos de las medidas adoptadas (y abandonadas) por la administración Trump. La región es particularmente vulnerable a los impactos del cambio climático y depende de un marco global que impulse la transición energética y proteja el medio ambiente bajo miradas de justicia económica y ecológica. Y es bajo esta vulnerabilidad que la ultraderecha negacionista también ha ganado terreno en la región, promoviendo una agenda que no solo ignora los riesgos climáticos, sino que también defiende la explotación intensiva de los recursos naturales. Lo vimos en Brasil con Bolsonaro y lo estamos viendo en Argentina con Milei, quien con sus acalorados discursos anti Agenda 2030 y su negacionismo climático, acaba de retirar a su delegación de la ya mencionada COP29, dejando a Argentina fuera de la discusión climática global. Y estas posturas y discursos son también compartidos por líderes de los partidos Republicano y Social Cristiano en Chile, y lo hemos visto en sus alocuciones en el Congreso y en palabras de sus dirigentes. Estos discursos, y sus consecuentes acciones, son una real amenaza a los avances que hemos logrado como sociedad en términos de sostenibilidad y de una vida en armonía con el medio ambiente.
En este contexto, la izquierda ecologista enfrenta un desafío importante y urgente. Aunque hemos avanzado al poner la crisis climática en el debate, el entorno político cada vez más polarizado complica el panorama. Las demandas sociales y ambientales están intrínsecamente conectadas, y la clave para avanzar no solo será resistir a las fuerzas negacionistas, envalentonadas por Trump desde el norte y Milei al sur, sino también construir una plataforma sólida, articulando una visión integral y transformadora. Tal como hicimos en el Frente Amplio recientemente, los movimientos progresistas deben superar la fragmentación y formar coaliciones que permitan impulsar reformas profundas y defender la justicia climática y una transición socioecológica a un nuevo modelo de desarrollo.
Esta columna es una reflexión y mirada conjunta con el Frente Ecosocial y Nuevo Modelo de Desarrollo, un espacio compuesto por militantes del Frente Amplio de diversas regiones del país orientado a trabajar y proponer ideas para afrontar la crisis climática a través de una transición ecológica justa, planificación territorial e igualdad y equidad social.
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