El reflotamiento del barco salmonero “Seikongen”, hundido con 60.000 litros de petróleo frente a la playa de Pilpilihue, próxima a la localidad de Chonchi, en el Archipiélago de Chiloé, desde octubre del año 2017, pone de manifiesto la delicada actuación de la institucionalidad ambiental en Chile, no sólo respecto a la conservación de ecosistemas, la sustentabilidad de los recursos marinos, y la regulación sobre la gran industria del salmón, sino que también la persistente distancia e incomprensión sobre la existencia de un conflicto socioambiental, transformando a Chiloé en un territorio en disputa.
Cabe recordar el Mayo Chilote, el cual se constituyó como un levantamiento ciudadano del cual subyace una acción colectiva nunca vista en el archipiélago, cuya naturaleza tiene en la industria extractiva a su principal antagonista, tras la contaminación del mar por marea roja.
A pesar de tener como víctimas directas a los pescadores artesanales, fue la comunidad en su conjunto la cual reveló la profunda querella social de Chiloé.
La complejidad de lo ocurrido en mayo del 2016 revierte características interesantes acerca de la dinámica de interrelaciones que potencian un discurso social asociado a la disconformidad, frustración y protesta por las condiciones propias de la vida, el escaso e inequitativo desarrollo y bienestar, la perdida de la propia identidad y rasgos culturales, así como el despojo de las riquezas naturales. Estas últimas, indispensables para la subsistencia económica de sus habitantes y familias.
Si bien, para la autoridad, las mareas rojas han afectado las costas del sur de Chile al menos durante las últimas cuatro décadas, y que la proyección de estudios nacionales como internacionales indican que el país es altamente vulnerable al cambio climático, y sus efectos ya se están haciendo notar en el territorio nacional, pareciera que esta situación no se abordará más allá de un fenómeno medioambiental, efectos sobre la salud pública y, por cierto, sobre la industria extractiva.
Más allá de que las proyecciones climáticas para el país muestran como principales efectos un aumento en la temperatura ambiental, superficial del mar y una disminución en las precipitaciones, en una amplia zona de la región centro sur, la consideración política del problema, en tanto concepción de conflicto, parece radicarse, como se constató en el abordaje dado el año 2016, a una cuestión de compensaciones y subsidios, más no a una definición de reconocimiento del conflicto, su naturaleza socioambiental, y el cuestionamiento sobre el modelo de desarrollo económico.
Considerando la expresión de una demanda social, el movimiento que le da origen construye también la alteridad de una comunidad, desafiando con cierto nivel de logro la lógica centralista de sacrificio de las zonas alejadas, de sus particularidades locales, a cambio de un insustancial desarrollo.
Pues bien, el movimiento social de Chiloé considera las variables de su identidad, voluntad colectiva, formas de articulación y acción política, construcción de demandas, imaginario simbólico desde donde se sitúa, así como el proyecto común, concebido como estado posible, en tanto resultado esperado. Lo anterior, base fundamental en el cómo se construye ese “nosotros”, desde su memoria, historia y proyección conjunta.
La caracterización de este tipo de conflicto, bajo su categorización de socioambiental, involucra una determinante territorial, dando señales de una nueva forma de politización, lo que lleva a profundizar en si puede transformarse en un proceso duradero, junto con ser portador de transformaciones en la dinámica social, cultural, económica, y política de la zona.
Esta nueva forma de politización involucra poner en el centro el modelo de democracia construido a través de la representación, pero también, a la emergencia subyacente de expresión política “desde la periferia”. El conflicto no acontece en una gran urbe, no acontece en el centro, se hace desde un territorio extremo, culturalmente distinto.
Cabe hacer presente en el debate la forma en que el Estado chileno es capaz de transitar por este conflicto, en tanto cómo formula y diseña su estrategia de desarrollo, en tanto centralizada no sólo en la toma de decisiones, sino que también territorialmente, y la relación de tutelaje del propio mercado.
Lo anterior evidenciado en un modelo de carácter extractivista, a base de materias primas, en donde el bien común es a beneficio y propiedad de quien invierte y ejerce la extracción, no sólo con una laxa regulación, sino una perjudicial acción sobre el medio ambiente.
En tanto, la comunidad observa y su exclusión, palpando la vulnerabilidad, pero por sobre todo la sujeción, dominación y dependencia.
Cabe destacar el antecedente que constituye la propuesta, discusión, aprobación y alcances de la Ley Nº20.657, más conocida como Ley de Pesca, cuyo cuerpo, en lo sustantivo, modifica, profundiza y altera la desigualdad sobre la dinámica económica de la actividad extractiva de recursos marinos, así como refleja la perversión absoluta de los actores políticos, agentes empresariales, y el propio modelo, el cual evidencia un tensión absoluta del cómo sus fisuras se convierten en hondas grietas.
El modelo de desarrollo se ve posibilitado por un marco mayor, una suerte de inspiración, en donde la regulación estatal no tiene asidero en la construcción de un proyecto social que tienda al bien común, particularmente en el establecimiento de las condiciones de producción y relación económicas sostenidas entre los miembros de una sociedad, considerando no sólo la vinculación con el medio ambiente y su sustentabilidad, a propósito de la extracción de recursos naturales, sino que también el desdén premeditado de la estructura económica, y política que le valida, a quienes se les posiciona en un plano de absoluta subyugación.
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