Quizás una de las cosas más difíciles y necesarias de comunicar es que la crisis climática es un proceso en el que ya estamos y que, ni en el corto ni en el mediano plazo, tolera el habitual pensamiento binario de "dentro/fuera", sino que nos pone en un continuo de menor gravedad a mayor gravedad y en la necesidad de encontrar un camino hacia una salida cuyo tiempo sobrepasa nuestro tiempo de vida.
Caer en cuenta de lo anterior, muchas veces afecta a las personas en su esperanza de superar la crisis, lo que se ve potenciado por un modo de comunicar cuestiones como las COP, donde lo que se busca es una evaluación binaria de "fracaso/éxito" que difícilmente engloba las múltiples complejidades que tiene un asunto como estas negociaciones.
Esta desesperanza fue particularmente notoria en esta COP27, graficada en la portada de la revista The Economist que circuló antes de la reunión y donde se le decía adiós (creo que prematuramente) a la posibilidad de cumplir la meta del acuerdo de París, dada la dificultad que significa cambiar nuestros modos de vida a escala global. Además, la percepción de dicha desesperanza se potenció, a ojos del público general, por el énfasis que la COP puso en la solución de las pérdidas y daños.
Pero el hecho es que la temperatura de la Tierra ya aumentó 1,1° y vemos sus efectos en todas partes, incluyendo sequías, marejadas, huracanes, olas de calor y otros eventos climáticos extremos. La meta que nos hemos puesto es que ello no supere los 1,5°, porque por cada décima que se aumenta se aumentan las pérdidas naturales, humanas y económicas. En esto último, por ejemplo, se ha calculado que la falta de acción podría llegar a costar 51% del PIB mundial y solo en 2021 los daños sobrepasaron los 343 mil millones de dólares.
El hecho de que en esta COP se haya por fin abordado este daño, entendiendo que afecta a los países más vulnerables, por la acción de los países más ricos que son quienes causan mayormente la crisis, es un gran avance; un avance porque permitirá a los países más vulnerables superar en parte los daños y también porque incentiva a los más ricos a acelerar la reducción de sus emisiones, de modo de mantener más controlados los daños y no tener que comprometer más capital en repararlos.
De ninguna manera eso significa darse por vencidos en la mitigación de la crisis, la meta de París sigue viva con todas las dificultades que ello implica y debemos cumplirla. Pero eso no nos puede cegar, pues en paralelo también es necesario hacerse cargo de los daños ya provocados y los que vendrán, fortaleciendo las medidas de adaptación, la reparación de daños y las lógicas de transición justa.
Ni el negacionismo de quienes temen a los cambios, ni el nihilismo de quienes han optado por un discurso sobre el colapso, son útiles en este escenario. Gobernar en tiempos de crisis climática demanda empujar a la vez los cambios que nos hagan emitir menos y aquellos que nos permitan la adaptación y la reparación, con un ojo especialmente puesto en quienes se encuentran en situaciones más vulnerables.
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