Durante los últimos meses, una parte importante de la agenda política, legislativa y comunicacional del gobierno piñerista ha tenido al miedo como su protagonista. Mientras sus mensajes han estado estratégicamente orientados a relevar los temores de los ciudadanos y ciudadanas, sus propuestas se han presentado como el antídoto necesario para superarlos y controlarlos.
Un diseño quirúrgico en el que la autoridad nos presenta amenazantes monstruos, nos señala a los responsables y luego nos ofrece la medida, el decreto o el proyecto de ley preciso para derrotarlos.
El problema, sin embargo, es que esos monstruos tienen pies de barro, esos responsables son chivos expiatorios y esas medidas no son la solución sino más bien el combustible no del miedo, pero si de las incertidumbres que lo generan.
El miedo a perder el empleo o no encontrarlo, el miedo a tener una vejez precarizada, el miedo a no poder enviar a nuestros hijos e hijas a colegios y universidades que les permitan acceder a mejores que oportunidades que nosotros, el miedo a no poder pagar un crédito hipotecario, el miedo a que las fronteras se vean desbordadas y nuestra sociedad invadida por extraños, el miedo a no poder recibir la atención de salud requerida porque los servicios están colapsados, el miedo a no tener donde vivir, el miedo a la diferencia, el miedo a la violencia, a que nos robe, asalte o asesine un extraño en la calle, el miedo a que los niños sean presa del consumo de drogas.
Son todos temores que están presentes en nuestra sociedad desde hace tiempo ya, son décadas viviendo en un modelo de desarrollo que genera incertidumbres fundamentales para las vidas de la gran mayoría de las personas.
Son décadas perdiendo la perspectiva de una vida con certidumbres mínimas y destruyendo nuestra posibilidad de proyectarnos libremente hacia el futuro.
De manera que la causa de esta incertidumbre no son los y las trabajadoras inmigrantes que contribuyen al desarrollo económico de este país, ni los estudiantes que luchan por una educación de calidad y pública para todos, ni los funcionarios públicos que ponen cotidianamente su esfuerzo al servicio de la ciudadanía en condiciones muchas veces adversas, ni tampoco los vecinos que en su desesperación se ponen tras una barricada para defender, simplemente, la posibilidad de respirar un aire limpio o beber un agua no contaminada.
El gobierno consciente de nuestras incertidumbres, e imposibilitado por definición para combatir su origen ha optado por instrumentalizarlas.
Ha impulsado así una política de comunicaciones para imputar a esos actores sociales la causa de nuestra incertidumbre, los ha señalado como la amenaza a nuestra seguridad y aquello a lo que es necesario derrotar o contener para recuperar nuestra tranquilidad.
Ha pretendido con ello, y en cierta medida lo ha logrado, ocultar los reales motivos de nuestra incertidumbre, convirtiendo mediante un juego de manos digno del mejor mago, un síntoma en el origen de un problema.
¿Qué es “aula segura” si no un proyecto que busca reducir la problemática de la violencia escolar a bombas molotov y espectáculos televisivos, movilizando los miedos para empujar un escalón más abajo a la educación pública?
¿O la política migratoria, sino un conjunto de medidas y señales dirigidas a tranquilizar a los chilenos y en lugar de integrar a los inmigrantes, todas destinadas a temerles porque nos pueden hacer perder el empleo, precarizan la atención de salud o amenazan a que nuestros niños sean presa de las drogas?
¿Qué es el estatuto laboral juvenil si no una propuesta legislativa que consolida la precarización pero que, ante el miedo de millones de jóvenes a no tener acceso al mercado laboral, emerge como antídoto?
¿Qué es la propuesta de reforma de pensiones que, tras el fundado temor a morir en la indigencia, sitúa la responsabilidad en los propios cotizantes y promete más AFP, más capitalización individual y más especulación con nuestros ahorros?
Nuestros miedos son reales y completamente legítimos. Pero hoy se presentan como temores movilizados por un discurso que, a nuestro juicio, ubica deliberadamente su causa en el lugar incorrecto.
Son ubicados en una supuesta amenaza generada, vaya la paradoja, en ciudadanos y ciudadanas, chilenos e inmigrantes, tanto o más afectados por esos mismos temores que transversalmente afectan a las grandes mayorías del país: el miedo a la competencia entre trabajadores igualmente precarizados y precarizadas; el miedo a la amenaza de inmigrantes que probadamente vienen a aportar al desarrollo integral de nuestro país; el miedo a niños y niñas sindicados como culpables del deterioro sistemático e histórico de la educación pública; el miedo a nosotros mismos, a nuestra propia capacidad de ahorrar para una vejez digna.
Pero esta operación de encarnación de los miedos sociales en falsas amenazas no es nueva en lo absoluto.
Históricamente, los miedos han sido utilizados como un mecanismo de control que justifica la represión estatal y como un método para naturalizar las desigualdades e injusticias sociales.
Estamos ante una operación que retrotrae la política a la impronta del viejo Leviatán, aquel Estado fundado en un contrato social firmado por los ciudadanos por el temor a una muerte violenta.
Presenciamos como espectadores el despliegue de un largo inventario de soluciones espurias para que nada cambie, que convierte los auténticos malestares y los legítimos temores en un instrumento para la consolidación del conservadurismo y la mantención de las condiciones de una sociedad desigual.
Combatir esta política no es solo cuestión de denuncia, claro está, es de hecho uno de los principales desafíos que enfrenta hoy la izquierda.
Para avanzar hacia sociedad capaz de superar las incertidumbres que generan nuestros miedos, es necesario, entender antes que nada que esos miedos están aquí entre nosotros, son legítimos pero sobre todo reales.
La seguridad, en el trabajo pero también ciudadana, que demanda nuestra sociedad no puede ser abordada políticamente con discursos que comienzan por negar los miedos, o deslegitimarlos como una forma de enajenación o de “falsa conciencia” de las clases oprimidas.
Junto con tener un programa de transformaciones estructurales que permita superar las condiciones que generan la incertidumbre, la izquierda, si pretende acercarse a la posibilidad de ejecutar un programa de esa naturaleza, debe partir por entender los temores que tienen las personas a las que debe convocar y empatizar con ellos, solo hablando en códigos reales podrá insertarse territorialmente y existir más allá de la añeja retórica heroica y de las desteñidas banderas rojas flameando al viento.
Debe en definitiva, además de proponer un proyecto de sociedad, escuchar pero sobre todo hablar el idioma que hablan las personas, ello implica antes que nada superar muchos de sus propios miedos.
Co-autor de la columna es Carlos Durán, Doctor en ciencias sociales en FLACSO México, historiador y sociólogo. Investigador del Centro de Estudios para el Desarrollo Regional de la Universidad de Los Lagos (sede de Santiago).
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