¿Puede un ciudadano calificar de travesti político al Presidente de la República en funciones? Esa es la pregunta que parece rondar las distintas opiniones, a favor o en contra, de la utilización de un término, en principio impactante -"travestismo político"- primero por un excandidato a la Presidencia respecto del Presidente Boric, pero luego por una filósofa política de izquierda; en ambos casos, como crítica a determinadas actitudes de nuestro Primer Mandatario en materia de coherencia en el cumplimiento de sus promesas de campaña, o sus diversas actitudes frente a la violencia política.
Algunos medios de comunicación se encargaron, además, de recordar cuántas veces políticos de distinto signo ideológico, en el pasado, utilizaron la misma expresión como crítica a sus adversarios.
En mi opinión, más allá del calibre de la expresión, y de que ella fuese utilizada en un foro internacional desarrollado en el extranjero -con las redes sociales, el impacto de cualquier declaración efectuada en Chile o en otro país rebasará siempre el ámbito de las fronteras nacionales-, el tema debiera tratarse desde la amplitud de la libertad de expresión, derecho reconocido en nuestra Constitución (art. 19 nro. 12) y en tratados como el artículo 19.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, o el art. 13 del Pacto de San José de Costa Rica.
Se trata, entonces, de un derecho reconocido a todos y cada uno de los seres humanos existentes en nuestro planeta, sean nacionales o extranjeros, y que se expresen dentro o fuera de nuestro país. Se trata de un derecho esencial para el correcto funcionamiento de una democracia. Como ha señalado la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la OEA, cuando se restringe ilegalmente la libertad de expresión de un individuo, no solo es su derecho el que está siendo violado, sino también "el derecho de todos a recibir informaciones e ideas".
Podría objetarse que una cosa es defender la libertad de expresión y otra, muy distinta, es defender sus abusos. Sin embargo, recordemos que ya Tocqueville advertía la dificultad de limitar este tipo de libertades, dadas las sutilezas del lenguaje humano. Por eso, decía, en materia de prensa -el equivalente antiguo de nuestro internet- "no hay realmente término medio entre la servidumbre y el libertinaje". Quien quiera que tuviese el poder de controlar la libertad de prensa en profundidad, estimaba, sería amo absoluto de la sociedad misma, y podría desembarazarse de los escritores al mismo tiempo que de sus escritos.
Se terminaría castigando, incluso, más la intención que las propias palabras. Sin el derecho a emitir opiniones o transmitir informaciones por cualquier medio, agregamos, la posibilidad de crítica a cualquier gobierno o autoridad se vería transformada en una mera "licencia", dada o quitada a discreción del gobernante de turno, y no sería posible ni la crítica política directa, ni otras manifestaciones de la libertad de opinión tan potencialmente cáusticas como, por ejemplo, el arte o el humor político.
Los excesos en materia de libertad de expresión ya están regulados en la ley y los tratados internacionales. Desde ese punto de vista, por tanto, no habiendo delitos de por medio -como lo son, por ejemplo, la calumnia y la injuria-, y manteniéndose en el respeto a los límites básicos establecidos por nuestra Carta Fundamental y los referidos tratados, todo y cualquier ser humano tiene el sagrado derecho a expresar opiniones políticas en contra de cualquier autoridad, en público o en privado, en Chile o en el extranjero, en un reportaje o en un foro, aun cuando esas opiniones sean inconvenientes, políticamente incorrectas o, incluso, corrosivas.
La libertad de expresión adquiere su más alto e importante significado, precisamente, cuando molesta al poder político. Parece que este es el caso.
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