Toda nueva Constitución consta de una arquitectura en la cual los expertos, y los no tan expertos, concentran sus esfuerzos y atención, lo que es acompañado por diferentes debates y controversias. De si la Constitución será minimalista o maximalista, de cómo se configurarán las instituciones, de los derechos y deberes ciudadanos, de la distribución de competencias, de la multiculturalidad, en fin, de las normas esenciales del Estado.
Sin embargo, nada de este andamiaje será consistente y fiable, si no se funda y es atravesado por el relato que ha estado subyacente desde la génesis de este proceso constituyente y que es la magia y fuerza que le debe dar una impronta nítida e inconfundible.
El relato suele ser considerado en política como una estrategia de persuasión; sin embargo, también es y de manera especial en este caso, una expresión de convicciones que se despliegan en la verdad, la que no se modifica de acuerdo con las circunstancias ni según sea más o menos útil o práctico.
Es un mensaje que, por sobre todo, aspira a una transformación efectiva del país, sin querer constituirse en una alternativa al desarrollo, sino que en una alternativa de desarrollo. Se trata de construir el Chile del Buen Vivir, una sociedad que consta de un prisma ideológico, cuyos ejes centrales son la justicia social, el bien común y la inclusión; tiene una visión de la vida “des-economizada” y un marco valórico-cultural en que los derechos humanos, la solidaridad, la responsabilidad, la participación y la confianza son esenciales. Todo ello, a su vez, inserto en un marco y núcleo ético que le da significación a lo que ciertamente es un hito inédito en la existencia de millones de chilenos.
Estamos en presencia de una reseña que no cree en un crecimiento económico infinito, sino en un crecimiento priorizado, racional, controlado y amigable con los eco-sistemas; donde el desarrollo es más cualitativo que cuantitativo y el bienestar y felicidad se juegan en la cobertura de las necesidades básicas de las personas (alimentación, salud, educación y vivienda) y en posibilitar el acceso de éstas a instancias que les permitan desplegar sus talentos artístico-culturales y recreativos.
Es un llamado que reivindica los derechos de las minorías étnicas, migratorias y sexuales y que quiere “amigar” al ser humano con el medio ambiente.
Se hace cargo del nuevo mandato cultural que nos desafía a contemplar entre los considerandos de la nueva Constitución, lo establecido en la agenda 2030 para el desarrollo sostenible en cuanto a “garantizar una protección duradera del planeta y sus recursos naturales”. Definitivamente, no podemos seguir haciendo todo cuanto podamos hacer.
Es un relato que consolida un discurso ciudadano en que resurgen gérmenes de esperanza, construcción de sueños y nostalgias utópicas, los que a través de un proceso de socialización y difusión comunitaria, se deben plasmar en contenidos y disposiciones del instrumento constitucional, de manera de habilitar y condicionar positivamente la construcción de otro país, en que la historia de vida de todos sea diferente.
Esta narrativa está también unida a la emoción que genera el sentirse efectivamente protagonista de su destino y formar parte de los “diseñadores de un Chile” para los hijos y nietos.
Es una suerte de sinfonía coral, de millones de voces, que se ha instalado en la conciencia de los ciudadanos y los ha motivado y entusiasmado para la construcción de un nosotros. Un nosotros comunitario que deja atrás las mayorías postergadas, frustradas y de cotidianeidad sufrida
Se trata de un relato que no está alimentado de la racionalidad de lo posible; que no quiere seguir escuchando que hay tantas cosas que no se pueden alcanzar “porque siempre ha sido así”; que no cree en los apocalípticos peligros que acompañan a las transformaciones sociales preconizados y profetizados por cierta elite política-económica y tecnocrática, la misma que ha sido beneficiada porque todo ha seguido igual y que se ha dejado poseer por ese voluntarismo delirante que, con no disimulada arrogancia, ha vociferado que Chile ha sido uno de los países más exitosos del mundo, por cierto, desde el punto de vista economicista.
No, muy por el contrario, es una narrativa escrita en más de una década e inspirada en diversas manifestaciones, protestas y movilizaciones sociales, cuyo eco resultante es por un nuevo pacto social.
Es un discurso impregnado de sabiduría popular, de esa sabiduría que respeta a las personas, que es tolerante, pero que tiene claro que una cosa es la tolerancia y otra muy diferente es tener que asumir todas las opiniones de otros y/o transar las propias, despojándolas de su esencia.
Tiene claro que, en torno a un pacto social, hay que hacer esfuerzos para llegar a acuerdos, pero eso no puede ser sinónimo de inmolar las ideas y de actuar de tal forma de no indisponerse con nadie.
Evitar las discusiones de fondo y forzar “consensos” mal entendidos y/o acuerdos prácticos y superficiales, dejan entre ver una coaptación y un efecto succionador por parte de políticas y visiones neoconservadoras y gatopardistas, que derivan en nuevas y mayores frustraciones ciudadanas, con la consecuente y tantas veces mencionada desafección con la política y sus implicancias.
Es una invitación para que nuestro país construya horizontes de esperanzas en que se superen la apatía y el repliegue ciudadano que se excluye de la participación en asuntos públicos, denotando una actitud egoísta que deteriora la eficiencia democrática.
Ser persona es, de manera fundamental, ser responsable de nuestro acontecer y tener conciencia de que, en esta oportunidad tan única, al poner una piedra en la nueva estructura constitucional, se está contribuyendo a construir parte importante de nuestro mundo más cercano.
Se trata de un encuentro intergeneracional que ha llegado a la convicción de que no se puede dejar de lado por mucho tiempo las grandes cuestiones que dicen relación con el sentido de la existencia y con los valores que deben inspirar las acciones frente a los otros y frente al futuro del país.
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