La corrupción duele más cuando la practican los empleados públicos, esos mismos que, en vez de velar por el bien común ocupan sus puestos de trabajo -financiados con el esfuerzo de los contribuyentes- para abusar de sus funciones en beneficio personal. Claro, la mayoría de los funcionarios son íntegros, pero muy pocos se atreven a denunciar cuando la podredumbre se despliega con soberbia frente a sus narices. ¿Por qué? Porque el instinto de supervivencia grita más fuerte que el sentido de justicia: "¡Calla y no te las des de héroe... porque te costará caro!".
Si la corrupción ya está instalada, levantar la voz es entregarse en bandeja a quienes tienen el poder para ejercer represalias. En estos ambientes viciados, cuando se formula una denuncia no se activan los protocolos para investigarla de manera rigurosa; por el contrario, se echa a andar la maquinaria para castigar al empleado público que se atrevió a develar la cochinada. Y comienza en su contra la campaña de desprestigio y las más variadas formas de acoso, hasta que la carrera funcionaria del denunciante termina en tragedia. Sin embargo, denunciar no solo es cumplir con las obligaciones consignadas en las letras k) y l) del artículo 61 del Estatuto Administrativo, sino que también puede ser la chispa que incendie la mugre institucional y empiece a limpiar la casa de todos.
El deber y la importancia de atreverse
La Ciencia Política es nítida: un sistema corrupto no tiene autolimpieza; no trae un botón de reset para apretarlo cuando el abuso supera un umbral de tolerancia. Necesita gente que lo enfrente, preferentemente dentro del mismo sistema. En efecto, cuando este mal se comienza a combatir desde el interior del organismo estatal ya corrompido, las probabilidades de ganar las batallas son superiores a las que existen si se ataca desde afuera, porque los miembros sublevados no necesitan perforar blindajes externos para quebrar la íntima estabilidad de la indecencia.
Dicho de otra manera: cuando un funcionario destapa la sinvergüenzura del ecosistema donde labora, no solo abre la boca; abre también la posibilidad de que otros se animen y juntos prendan la luz donde reina la oscuridad.
Los riesgos existen, pero se pueden domar
Denunciar corrupción es como caminar sobre brasas: sí, quema. Diversos estudios demuestran que muchos denunciantes acaban despedidos e incluso enredados en juicios inventados. Si además la línea jerárquica superior es parte de la cofradía, la jugada de denuncia se convertirá en un suicidio funcionario y no en un triunfo épico.
Pero ojo: en el Estado los corruptos no son tan poderosos como parecen. Son unos pobres diablos cuya fuerza proviene del cohecho, clientelismo, uso de información privilegiada, tráfico de influencias y malversación de fondos entre otras formas de traición a la fe pública. Sí, son peligrosos, pero no invencibles: tropiezan cuando perciben que la denuncia viene contundente y con altavoces encendidos.
Estrategias de protección y de éxito
El funcionario que duda al emprender una denuncia titubea porque no quiere morir por muy justa que sea la causa, sino reducir la corrupción sin quedar triturado en el intento. Aquí la teoría y la práctica entregan al menos cuatro pistas valiosas:
En resumen, denunciar corrupción no solo forma parte de la labor de todo empleado público por la cual recibe un salario: es sacudir el universo para que ocurra algo mejor. Y para lograr esa perturbación el denunciante tiene aliados externos, pruebas fidedignas, plataformas mediáticas y colegas con algún nivel de compromisos dispuestos a apoyar la gesta.
Porque al final, los corruptos no temen a las leyes locales que han aprendido a manipular magistralmente: temen al funcionario que se anima a patearlos limpiamente por las vías institucionales que ellos mismos anulan. En efecto, la corrupción pública no es un monstruo omnipotente: es un matón que se agranda cuando todos callan. El funcionario que denuncia puede parecer un Quijote, pero cada vez que de manera decidida rompe el silencio y apunta con el dedo inquisidor dando nombres y relatando hechos, la podredumbre tiembla. Y si los corruptos trepidan, aunque sea un poco, ya se habrá recuperado la mitad de Chile.
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