Epimeteo, como sabemos, en la mitología griega fue hermano de Prometeo. Y mientras este último era quien tenía un pensamiento ágil y con prospectiva, Epimeteo -literalmente- tenía un pensamiento tardío, es decir, poco reflexivo. Este mito helénico ha servido para hacer un contrapunto occidental a la carencia de análisis crítico y reflexivo que como sociedad hemos construido. La cultura del olvido -o pensamiento tardío- en cuestiones centrales como la violencia, la economía e incluso el medio ambiente, hace que recurrentemente nos enfrentemos a situaciones que, al no gestionarlas de manera profunda para indagar en sus raíces mismas, aparezcan una y otra vez en formas de revueltas, estallidos o revoluciones.
Lo interesante es que una vez ocurren estos momentos de crisis, siguiendo a porfía con nuestra cultura occidental del olvido (Epimeteo), se suele condenar lo coyuntural, encarcelando, reprimiendo, ocultando y conduciendo desde las elites políticas, la situación de crisis para encausarla ordenadamente. Esto toma un carácter trágico, ya que aquellas situaciones que condujeron al momento de crisis, no son resueltas, por lo que tarde o temprano volverán al ruedo.
En nuestro país bien sabemos de esta dinámica. Desde mediados del siglo XIX, y hasta hace tan sólo unos años, hemos presenciado cómo una y otra vez nuestra epimeteica cultura del olvido ha pacificado, en lugar de reconciliado, las innumerables situaciones de agudas crisis sociales y políticas por las que hemos pasado, posibilitando con esto que los momentos de conflictos solo se escondan o maquillen bajo alguna "comisión de paz y reconciliación nacional", para seguir adelante como si nada hubiera ocurrido. Cabe señalar que estas comisiones son entre las elites políticas nacionales, que buscan dar conducción política al momento de crisis, pero que, tironeados por los intereses políticos y económicos tras ellos, muy poco avanzan en esclarecer o mejorar las situaciones reales y concretas que llevaron a la comunidad a estallar de impotencia.
Podríamos detenernos largamente en algunas de estas situaciones: La Guerra Civil de fines del XIX, las matanzas obreras de comienzos de siglo XX, los movimientos civiles y militares de las primeras décadas del siglo XX, las aguda crispación social y política de los '60 y '70, el golpe de Estado de 1973 y la correspondiente comisión de verdad de comienzos de los años '90, etc. Pero nos basta con mencionar nuestro último momento de insurrección popular de octubre de 2019 para graficar que todas las anteriores posibilidades de avanzar en resolver de manera concreta, algunas de las condiciones que viabilizaron las revueltas, quedaron en solo un intento. Una y otra vez las comisiones o pactos entre las elites epimeteicas, hacen caso omiso de desigualdad inmoral que impera en Chile.
Y es que el Estado chileno, al momento de gestionar los conflictos, suele utilizar un estilo evasivo y de transigencia. Es decir, hace como que nada ocurre o, en el mejor de los casos, toma alguna que otra demanda para avanzar en ellas, postergando aquellas que son las piedras angulares del daño social (pues ya no se puede hablar de malestar social, sino que de daño, siguiendo el interesante artículo de Aldo Mascareño, Cesar Gamarra y Juan Rozas, en CEP Chile).
El daño presente en la sociedad, como lo grafican los autores antes mencionados, adquirió múltiples dimensiones: "La sensación de inclusión se alejó a medida que aumentaban las deudas por consumo, por educación, por salud. Nuevas generaciones experimentaban disonancia entre sus niveles de estudio y sus inserciones laborales; las generaciones mayores no lograban seguridad para una vejez tranquila según lo esperado; para toda una enfermedad grave podía significar un impacto familiar irrecuperable. Entonces, la decepción, que comenzó experimentándose como malestar larvado, comenzó a manifestarse de manera abierta, en protestas espontáneas como las de Transantiago, en protestas masivas como las de 2006 y 2011, en un estallido como el de 2019. En el trasfondo del malestar, múltiples riesgos y peligros se incubaron desde fines del siglo XX, y para fines de la segunda década del XXI, ellos ya eran explícitos, incluso para los propios actores sociales. El estallido social fue su umbral crítico: lo larvado se hizo evidente, el malestar comenzó a ser vivenciado como riesgo y peligro".
Pero, siguiendo la porfía de Epimeteo, en lugar de tomar las agudas convulsiones sociales de 2019 como elemento catalizador de un cambio de paradigma, se hizo lo de siempre, las elites políticas transversalmente llamaron a un gran "acuerdo por la paz y la reconciliación nacional", tomando solo algunos de los puntos levantados en las multitudinarias jornadas de protestas, para meterlas en una juguera que muy pocos lograron comprender y presentaron al resto de la sociedad, una caricatura que se estrelló en suelo.
El ciclo del conflicto nuevamente está dando otro giro en la espiral histórica, recogiendo como una ola todo aquello no resuelto, todo aquello ignorado por el síndrome de Epimeteo, esperando el momento indicado, para azotar las orillas del modelo político chileno que, como las dunas de Concón, se desmoronan de manera evidente, pero que solo las elites epimeteicas parecen no ver. El nuevo conflicto ya empezó y estallará no dentro de mucho. Solo queda esperar que esta vez, nos sentemos con Prometeo el visionario, el que mira lejos, para resolver los daños estructurales de una comunidad ultrajada por un modelo que aniquila sueños, vidas y futuros.
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