La llegada por el voto de un presidente neo fascista a Brasil fue el desenlace esperado de un drama griego, que se perpetró hace unos días con el triunfo del extremista de derecha Jair Bolsonaro, un ex militar torturador que ha quedado al mando de la mayor potencia latinoamericana, tras una campaña cargada de dichos xenófobos, misóginos, homofóbicos y autoritarios.
Ganó, con fuerte apoyo de la poderosa iglesia evangélica, pese a que la oposición democrática no cejó hasta el fin, consiguiendo votos casi forzados para su contrincante Fernando Haddad del progresista Partido de los Trabajadores, que de ser el partido político más popular de Brasil, pasó a ser hoy uno de los más castigados.
Parece ser la consolidación de la nueva política del imperio hacia América Latina, a fin de mantener sin riesgos el capitalismo duro y puro contra todos quienes intentan moderarlo o cambiarlo. Una injerencia silenciosa, en sintonía fina, donde sus garras no dejan huella.
Y todo, mediante una trama hábilmente maquinada en el tiempo. Tal vez mucho antes de que en 2016 el imperio decidiera que bastaba de gobiernos progresistas y dieron un “golpe blando” a su antecesora Dima Rousseff a través de una falsa acusación de corrupción ejecutado por jueces, ellos sí verdaderamente corruptos.
En esta nueva etapa del intervencionismo norteamericano en nuestro subcontinente los militares - que antes se adoctrinaban y preparaban para el asalto al poder en la Escuela de las Américas - ya no intervienen directamente con sus armas en los países que se quiere domesticar. No. Los golpes de Estado de viejo estilo pasaron de moda porque afeaban la democracia. Y la democracia hay que mantenerla inmaculada y a todo precio porque es lo único que une en consenso a moros y cristianos. Entonces se recurrió a los “golpes blandos”, ideados en las mejores agencias de inteligencia que maneja el Pentágono en el país del norte.
Según hemos aprendido de connotados cientistas políticos, el Imperio ahora elabora complicados planes para intervenir en los países que están saliéndose del “orden”.
Primero, adiestran líderes políticos de derecha o ultraderecha, opuestos a gobiernos progresistas o izquierdizantes, en principios de “buena gobernanza” para luego enseñar “buenas prácticas” a jueces, fiscales (sí, ahora el Poder Judicial importa) y parlamentarios (en una democracia, también hay que incluir al Poder Legislativo), sin olvidar a periodistas y propietarios de grandes medios controlados por grupos económico-políticos del mismo tinte.
¿Qué son estos principios? Naturalmente los que mantienen incólume al capitalismo: apertura del mercado para las transnacionales, privatización de empresas, desregulación laboral (nada con sindicatos), promoción del mercado financiero, liberalización de las tierras.
Y nada de aborto por violación ni aborto libre, por cierto; el aumento de la población, importa.
Sobre todo, en el caso de Brasil, nada de lo que los brasileros necesitan y que los gobiernos progresistas de Luis Ignacio da Silva (Lula) y Dilma Rousseff habían prometido y comenzado a darles. En suma, hoy tienen todo un programa tipo Chicago Boys fuertemente defendido y pregonado por los grandes grupos mediáticos como O Globo en el caso de ese país.
Pero no todo es culpa del imperio ni de la derecha. La izquierda debe reconocer la suya. El pueblo brasilero percibió que no se cumplieron esas promesas, aunque la verdad es que no siempre se puede, porque en democracia no se hace lo que el Presidente quiere o ha prometido, sino lo que el Congreso y las alianzas permiten.
Pese a que Lula sacó de la extrema pobreza a 40 millones de brasileros, no logró hacer todos los cambios deseados. Frenó la ola privatizadora, pero no cambió sustancialmente el modelo económico neoliberal.
Con Dilma, que debió enfrentar una caída de la economía mundial y transar con la derecha en algún momento de su período, se suspendió la lenta reforma agraria comenzada por Lula y demarcación de tierras indígenas. Y a ambos se les fue de las manos la corrupción en su partido y entre sus funcionarios, que nadie podría negar. Sobre todo la corrupción, que es el mal que aflige a los políticos hoy en Brasil y en el mundo.
Todo esto, bocineado y amplificado hasta el último rincón del Amazonas por los medios poderosos, hizo que una parte de la población votara en estas últimas elecciones rabiosamente contra el Partido de los Trabajadores y su candidato.
Latinoamericanos y chilenos quedamos enfrentados a esta nueva fase de la arremetida contra los gobiernos progresistas. Porque lo de Brasil nos salpica.
Hoy los brasileros tienen de Presidente un ex capitán torturador, viudo de la dictadura militar, con un pobre desempeño en el Parlamento, que gobernará con militares y evangélicos.
Que repartirá armas para que se mate a los delincuentes sin juicio previo y todos los demás ingredientes de un nuevo fascismo que ya ha contagiado a países de Europa (Italia, Polonia, Hungria, Austria), del Medio Oriente (Turquía) y hasta Oceanía (Filipinas), sin contar los movimientos neonazis que crecen en Alemania y países nórdicos.
Las izquierdas tendremos un buen rato para rehacernos. Expiaremos nuestras culpas dejando atrás el mal financiamiento de la política y aprendiendo (a golpes) a recuperar nuestros votantes reconociendo qué es lo que hoy piden. Pero sin olvidar de recordarles nuestros principios de solidaridad y nuestra meta de bienestar para todos, no sólo para unos pocos.
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