La democracia se vacía solo como procedimiento

Un nuevo proceso constituyente, que no sea íntegramente electo por voluntad popular, no será un camino de solución para avanzar en el fortalecimiento de nuestra democracia, sus instituciones y su lazo con los ciudadanos. Al contrario, pueden aumentar los riesgos de agravar la crisis, en su versión de hacer todo irrelevante. Es decir, en la descomposición de significaciones sustantivas y el desvanecimiento de los valores de la democracia.

La validez democrática de un nuevo proceso constituyente, como puede ser un órgano mixto aprobado por representantes electos o un plebiscito ratificatorio de salida, constituye una condición necesaria para avanzar en la salida a la crisis del descrédito de nuestra institucionalidad, cuyo unos de sus efectos o síntomas, es la anomia social, donde los excesos constituyen la norma. Pero aquella no puede confundirse con una razón suficiente.

Lo que se requiere es también la legitimidad de las decisiones, donde el involucramiento y participación en los orígenes de las propuestas, resulta insustituible. Es esta dimensión lo que permite la construcción de un lazo social, avizorar una comunidad con un pasado y/o presente común, donde las responsabilidades y los derechos alcanzan una internalización como ley moral.

Descansar solo en la validez democrática que pueda tener un órgano mixto, es olvidar que las instituciones, a pesar de sus distintas expresiones democráticas y republicanas, son justamente las que hoy están en crisis.

Castoriadis, el filósofo y psicoanalista griego, advirtió, hace ya varias décadas, la necesidad de distinguir la democracia como procedimientos de la democracia como régimen. La primacía absoluta de la primera, olvidando la segunda, solo sirve para ocultar la crisis; en la cual ideas sustantivas, como fines y modos de una vida democrática, no logran encarnarse en una convivencia donde exista un principio incondicional, para que así pueda cobijarse la posibilidad de una vida social como esfuerzo común.

La continuidad entre el fondo y las formas democráticas resultan hoy más esencial que nunca.

La reciente convención, entre todas y las variadas criticas que tuvo, nunca estuvo en cuestión fundamental su legitimidad democrática. No obstante, esto no alcanzó, lejos, para endosar la aprobación a su trabajo constituyente. Rápidamente, en menos de un año, su prestigio se fue desvaneciendo de un modo radical.

Una nueva convención, asamblea o cabildo en una modalidad de congreso termal (que ya sabemos cómo termino), que no sea íntegramente electo, sin perjuicio de la participación de expertos transversales en capacidades y confianzas, partirá con un desmedro o pecado original, que estará siempre latente. Y que velozmente, dado las inevitables tensiones y discusiones, algunos propios a la democracia y otros, al clima de espectacularización dominante, terminaran por estimular el voto de castigo, conque los ciudadanos, reiteradamente, suelen, desde hace ya un largo tiempo, ser convocados en su participación.

Vale la pena plantearse entonces, si las fuerzas democráticas, de cualquier lado del espectro político, puedan obviar este límite. No solo por una consideración de principios. Que en algún punto es necesario resguardar. Sino también por los negativos efectos que puede tener en desfondar nuestra vida democrática, más allá de sus procedimientos.

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