Las balas que nos tiraron, siempre vuelven

Desde el 18 de octubre del año recién pasado y, en particular, desde la medida aplicada por el ejecutivo - el Estado de emergencia - cuyas consecuencias, lejos de lograr recuperar el orden público, dejaron decenas de muertes, violaciones, centenares de heridos y mutilados, todas realizadas por agentes del Estado, sin considerar los  presos que hasta el día de hoy se encuentran privados de libertad por efecto de las manifestaciones, terminaron por animar a un sector de la población a la violencia callejera, como respuesta a la violencia estatal que nos habíamos prometido, supuestamente, como sociedad, no repetir.

Estas acciones, atarantadas e irresponsables, si es que no dirigidas y maquiavélicas, tomadas en el intervalo de unas horas con la calculadora del orden público en mano, generan consecuencias muchas veces impensadas a futuro, derivadas de la violencia política estatal, que terminan afectando a núcleos familiares y a grupos sociales, permeando, a la larga, a la sociedad completa, pues introducen la amenaza política como un factor constituyente de las relaciones sociales bajo condiciones de violencia y que las condicionan a futuro. Esto ha sido denominado por la academia, memoria social y trauma político. 

Poca conciencia existe entre nuestras autoridades el impacto y el peso de sus acciones a futuro. Basta con tomar como ejemplo un canto que se ha popularizado en las calles por estos días: ya van a ver, las balas que nos tiraron van a volver.

 Y el problema es que esas balas siempre vuelven, aunque no en un sentido literal: vuelven en forma de relatos, de historias y de canciones que, como cicatrices que no sanan del todo por la falta de imparcialidad en la justicia, nos recuerdan los episodios traumáticos que han sucedido, mostrándonos sus consecuencias en el presente.

Hoy, por ejemplo, también vuelven en forma de personas, como lo es el caso de Víctor Chanfreau, una bala de su abuelo Alfonso, detenido desaparecido de la dictadura de Pinochet que, de la nada, vuelve con todo a enrostrarnos un pasado vergonzoso que no ha sido cerrado, y que paradójicamente lo termina restregando en la cara de una adicta confesa del pinochetismo, e hija de un ministro de la dictadura, la ministra de educación Marcela Cubillos. 

¿Qué culpa tiene Víctor de ser un joven radicalizado, cuando desde su infancia ha sentido el trauma familiar de no saber dónde está su abuelo?

Si no es por su aparición en la prensa y por su historia familiar, jamás hubiéramos sabido que el asesino de su abuelo estaba prófugo, como muchos otros anónimos agentes de la dictadura, quien terminó por entregarse esos mismos días en que Víctor hizo ruido en la prensa, seguramente, más por miedo a represalias que por convicción propia.  

Si casos como estos siguen pasando - y pesando - hoy, luego de casi cincuenta años desde el golpe de Estado, ¿qué pasará con los actuales atropellos impunes el día de mañana?

¿Cómo les vamos a pedir “respeto a la autoridad” a los familiares de La Mimo, la joven violada y colgada de una reja, cuando su caso fue calificado como “suicidio”?

¿A los hijos de Alex Núñez, asesinado a golpes por Carabineros en Maipú, o de Fabiola Campillay, cegada y con daño neurológico por una bomba lacrimógena disparada a su cara?

¿Cómo le vamos a pedir a las víctimas de violación en la comuna de Pedro Aguirre Cerda, por efectivos policiales, que vuelvan a confiar en la autoridad?

¿Qué señal le estamos dando a los pobladores de Renca, con tres personas asesinadas a balazos y posteriormente calcinadas en los saqueos de la fábrica de Kayser para encubrir el exceso?

¿Le vamos a pedir a los barristas que se dediquen al fútbol y que no se metan en política luego del asesinato de El Neco, quien además era militante de una colectividad de izquierda?

¿Qué efectos tendrá en nosotros como sociedad toparnos en el diario vivir con cientos de mutilados en la calle, quienes serán evidencia viva del atropello por el que pasaron por muchos años más?

La política del garrote nunca ha funcionado y nuestra coyuntura es la mejor demostración: la reposición parcial del metro en Maipú, Puente Alto y Valparaíso-Quilpué ha sido lo más cercano al restablecimiento del orden público desde octubre, y los excesos de la autoridad siguen muy lejos de cumplir ese cometido.

Porque la política del garrote es ineficaz e ineficiente. Ineficaz porque, esta vez, ni siquiera ha  funcionado para el disciplinamiento social que busca, pues ni los asesinatos, ni las violaciones, ni los perdigones han detenido las movilizaciones y, por el contrario, el atropello de un manifestante en Plaza Baquedano y el asesinato de dos barristas durante el mes de febrero, han agudizado los problemas.

Ineficiente porque la lleva a cabo una policía que, en esta crisis, ha mostrado sus peores falencias, reflejo de una decadencia institucional que ya conocíamos antes de octubre, y cuyos últimos hechos de violencia han transformado a la institución que se jactaba de ser una de las mejores evaluadas, a ojos de muchos, en una camarilla cuya falta de legitimidad debe ser explicitada en el poco respeto que la comunidad hoy les muestra, aunque ese es problema para tratar en otra columna.

El monopolio del uso de la fuerza por parte de los estados hacia las sociedades que rigen siempre ha sido un problema ético para quienes toman la medida, y políticamente un arma de doble filo que muchas veces se les vuelve en contra.

Hoy también muestran ser un problema práctico por su ineficiencia e ineficacia. Y a futuro lo seguirán siendo, porque las balas que nos tiraron en nombre del orden, de otras maneras y en otros formatos, siempre terminan volviendo.

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