Pocos podrán poner en duda la creciente sensación de malestar social que se ha ido incubando asociada al explosivo aumento de población inmigrante en Chile, fundamentalmente constituida por personas de países cercanos que por razones económicas o políticas han hecho de Chile su destino con la intención de forjar un futuro más próspero para sus familias o simplemente anhelando poder vivir alejados de los riesgos de algún conflicto armado. Cabe recordar que migrar es un derecho humano.
Cada vez con mayor frecuencia aparecen en los diarios noticias relacionadas con ataques a personas migrantes o situaciones en las que abiertamente se expresa la más burda y violenta discriminación en espacios públicos o en contextos laborales.
Las redes sociales, productoras y resumideros de subjetividad contemporánea han ido edificando una serie de imaginarios respecto de los nocivos efectos o las trágicas consecuencias de la migración en nuestra tierra.
Cada tanto algún termocéfalo busca incendiar la pradera con un bulo asociado a complots internacionales, infiltración de agentes del marxismo internacional o con el aumento de enfermedades infectocontagiosas a efecto de la llegada de extranjeros a Chile, encontrando eco inmediato en un país de gente permanentemente asustada de perder lo poco que tiene.
La gente parece inmune a los datos duros que hablan de un perfil migrante de mayor escolaridad, menor conducta delictual y mejor desempeño laboral que el chileno promedio.
Como una especie de sinopsis de las más oscuras tragedias que atravesaron el Siglo XX en occidente, en Chile han comenzado a proliferar abiertos y desvergonzados discursos de odio, argumentaciones de superioridad racial propias de otro tiempo, jóvenes disponibles a hacer del racismo y la xenofobia una militancia activa y más peligrosamente aún discursos políticos de la más elemental tradición populista fundados en la idea del inmigrante como amenaza al progreso y el orden natural de la nación.
Y ese discurso basado en el odio y el miedo, que la humanidad tristemente se resiste a dejar atrás, sigue gozando de buena salud, porque así como funcionó ayer, sigue funcionando hoy para aglutinar a los descontentos contra un enemigo imaginario que siempre está ubicado en el último eslabón y al que resulta fácil dar garrotazos.
Lo han hecho con los latinos y afrodescendientes en Estados Unidos, con los armenios y congoleños en Francia, con los kurdos y sirios en el norte de Europa, con los marroquíes o sudamericanos en España.
¡Nos vienen a robar el trabajo!, ¡van a colapsar la seguridad social!, ¡ponen en riesgo nuestra identidad nacional! Las consignas son idénticas y los resultados en casi todas partes han sido de violencia desatada y discriminación, mientras los dueños del capital de turno aprovechan la mano de obra barata y la precariedad social para la explotación de seres humanos fragilizados por sus circunstancias.
Esa construcción de otredad implica la elaboración de un sujeto social que se vuelve depositario de todos los males y desgracias de la sociedad fungiendo como chivo expiatorio de todas las inequidades y violencias.
Ese enemigo de ocasión logra igualmente construir una identidad unitaria, un nosotros reconocible, en medio de la salvaje desarticulación social, proyectando la fantasía de un ideal social asequible y de fronteras demarcadas, donde no hay cabida para la diferencia ni para la disidencia.
Sobre esa base cultural de un otro amenazante frente a un nosotros amenazado se han edificado todos los integrismos y regímenes totalitarios de la historia. En nombre de esa causa se ha perseguido y exterminado a grupos humanos, siendo probablemente, la idea más nefasta y peligrosa de todos los tiempos.
Quienes manifiestan mayor rechazo a la inmigración, según estudios públicos recientes, son personas provenientes de los niveles socioeconómicos más bajos y son precisamente quienes tienen menor acceso a derechos sociales como educación, salud, vivienda, trabajo digno, esparcimiento y seguridad, quienes más alzan la voz reclamando por los efectos de la migrancia en su propio acceso a las ya frágiles prestaciones del Estado.
“Nos dan migajas y vienen otros a comérselas”, escuché decir una vez a una dirigenta vecinal. Y es que aunque éticamente cuestionable, en algún nivel el reclamo es comprensible, dado que en nuestro país enormes grupos humanos han sido postergados y arrojados a su propia suerte por el modelo político-social-económico, que ubica al estado en un rol escasamente subsidiario, generando políticas públicas asistencialistas y programas sociales hiperfocalizados que han construido una enorme red de clientes insatisfechos, compitiendo entre ellos por un subsidio, un bono, una cupo o una beca, más que una comunidad integrada de ciudadanos titulares de derechos movilizados por el bien común.
En ese escenario el migrante es un objetivo fácil para la crítica y el acoso, para ser culpado de nuestras miserias e injusticias sociales, haciendo emerger el racismo y lo peor de nuestra idiosincrasia y nuestro desprecio atávico por lo moreno, como resultante de una historia de colonización violenta y salvaje, generándonos una identidad borrosa y aspiracional que rápidamente hace suya la idea de que la piel oscura envuelve lo malo.
¿Quiénes son entonces los verdaderos causantes de nuestras tragedias?
¿A quiénes podemos asignar la responsabilidad de tantas personas mirando el crecimiento y el desarrollo desde la periferia, donde no alcanzan las camas de hospital, los cupos de sala cuna o las viviendas sociales?
Antes nos inventaron que la causa de nuestra pobreza eran los indios y la narrativa racista de su violencia y proverbial flojera, y que en la medida que nos asimilarnos culturalmente al primer mundo dejaríamos atrás ese lastre infame de primitivo subdesarrollo. Ese fue durante doscientos años nuestro enemigo imaginario, inventado por quienes se adueñaron de todo. Ahora es el migrante.
Mientras tanto quienes se enriquecen de la miseria ajena siguen administrando regulares dosis de miedo al otro, como antídoto a cualquier reclamo de justicia mientras continúa el saqueo por los siguientes doscientos años. Excluidos y marginados apuntando con el dedo a otros excluidos y marginados.
Y la gente prefiere seguir hipnotizada en la idea del enemigo imaginario y fácil de culpar en vez de organizarse contra los verdaderos patrones del abuso, dando cuenta que la profundidad del daño social que ha generado el individualismo neoliberal en nuestros marcos éticos es inconmensurable.
Ojalá toda la gente que expresa su descontento contra los migrantes, de manera explícita o encubierta (porque hay mucha xenofobia enmascarada de discurso humanitario y de racionalidad económica), tuviese el mismo entusiasmo para exigir justicia social, sin importar el lugar de origen o el color de piel, reconociendo sin extravíos a la inequidad como el verdadero enemigo. Otro gallo nos cantaría.
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