21:00 horas del domingo 19 de abril de 2020. El presidente de la República se dispone a hablar a toda la población. Su alocución comienza anunciando que los tiempos que atravesamos son difíciles y que el país ha sido azotado por al menos cuatro amenazas externas, a saber: una sequía que no da tregua, un estallido de violencia, la peor amenaza sanitaria del siglo y la peor recesión económica desde la década del 30.
La máxima autoridad prosigue indicando que para enfrentar con éxito la coyuntura crítica, no solo necesitamos de la colaboración de todos y todas, sino también la fortaleza de las instituciones y la conducción de la autoridad. Aquí es necesario detenerse.
La crisis del COVID-19 le ha dado un segundo aire a la administración de Piñera. Más allá de las ideas políticas, todos están cuadrados en que al gobierno no le puede ir mal con la gestión de la pandemia. Y así las cifras de las últimas encuestas de opinión pública lo han confirmado. Un 25% de la población respalda la figura del presidente, según la CADEM de esta semana.
Ahora bien, el dato es circunstancial. Vale recordar que el 18 de octubre le significó al presidente un 3% de adhesión según la encuesta del Centro de Estudios Públicos.
La reflexión tiene que ir más allá. Confiar el éxito de la gestión de la pandemia a la misma autoridad que nos dijo que “estábamos en guerra” es, al menos, arriesgado.
Y no por una animadversión en contra de la imagen de Sebastián Piñera y lo que representa, sino porque la crisis exige de lógicas pragmáticas que este gobierno carece.
Primero, ha quedado demostrado que la gestión más eficaz del COVID-19 y sus implicancias (económicas, políticas y sociales), va de la mano con un Estado protagonista, en donde las lógicas solidarias y de redistribución son cruciales para brindar un espacio de protección a la población. Segundo, el paraguas neoliberal no resistió la primera lluvia de la temporada, se rompió. Es hora de dar un giro de timón, como dice la canción del cantante José José “lo que un día fue no será”, la normalidad que conocimos antes del 18 de octubre no será, y nuestra élite se resiste a aquello. Tercero, nos gobierna una derecha sobre ideologizada, desde Evópoli hasta la Unión Demócrata Independiente, son custodios del status quo y del viejo orden.
Su liturgia, la palabra de Jaime Guzmán y el libro sagrado, la constitución de 1980. Tributan, cada domingo a las 10:00 de la mañana, la teología de un pasado monstruoso que violó sistemáticamente los derechos humanos en nuestro país.
El discurso presidencial del domingo, busca transmitir un mensaje en donde la reducción de incertidumbre está presente bajo un escenario líquido, imponiendo una normalidad forzada.
¿Nueva normalidad? Falso.
Las señales al mercado son rotundas y hacen carne la filosofía de Carlos Soublette, presidente de la Cámara de Comercio de Santiago, es decir: “no podemos matar toda la actividad económica por salvar vidas”.
El COVID-19 ha demostrado ser inteligente, mas no buena persona. Ha reforzado el mensaje instalado por la ciudadanía desde el 18 de octubre. Las lógicas de desigualdad se han acentuado, la cuarentena preventiva es un privilegio de algunos y no de todos, la realidad del sistema de salud y su desbalance tiene hoy a regiones en situaciones críticas.
Nuestra situación en la pandemia no ha mejorado y solo tenemos una certeza, el escenario de contagios y muertes empeorará con el pasar de los días.
La nueva normalidad de la cual habló el presidente, no es más que una normalidad forzada, conducida por una autoridad que especula y tranza en bolsa la vida de los chilenos y chilenas.
Finalmente, muchas preguntas quedan por resolver, entre ellas, ¿dónde está la oposición? y ¿en qué consiste la normalidad y qué hacer con ella?
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