La intensa campaña de victimización desplegada por el Grupo Copesa, a partir de la querella presentada por Michelle Bachelet no tolera disidencia. El tono desafiante de la Asociación Nacional de la Prensa les permitió afirmar que "cualquier intento de acallar a un medio constituye un acto de censura que nuestra legislación prohíbe ". Esta clase de juicios son temerarios y carecen de todo sustento.
La censura no es otra cosa que la revisión previa, por parte de una autoridad, de un contenido antes de su divulgación. Eso, efectivamente está proscrito en nuestra legislación y en los tratados internacionales suscritos por Chile. Pero una cosa diferente es el derecho que le asiste a toda persona a defenderse de acusaciones difamatorias difundidas por los medios.
Es precisamente lo que acontece en este caso. Se ha afirmado que la revista Qué Pasa se limitó a transcribir un audio. Para quien se tome la molestia de leer la publicación, podrá comprobar la existencia de un relato injurioso, cuyo eje es la revelación de un secreto, de la amenaza del operador UDI Juan Díaz de "hablar todo lo que sabía". No es entonces Qué Pasa una especie de pizarrón o diario mural que se limitó a reproducir una información, sino que hay una construcción con un propósito claro.
Es atendible discrepar sobre la pertinencia o el contenido de la acción. Pero también resulta discutible que constituya un atentado a la libertad de expresión. Algunos han sostenido que Bachelet debió ejercer acciones civiles, es decir, aquellas que persiguen una indemnización, sin considerar que éstas se encuentran restringidas sólo cuando los ataques al honor provoquen un daño apreciable en dinero. Aún si fuese viable ejercer acciones civiles no tendría sentido alguno y, por lo demás, sería fuente de nuevas acusaciones.
Más allá de los aspectos jurídicos, es innegable que no estamos en presencia de un acto de fiscalización de la prensa o de escrutinio público, como ingenuamente se repite, sino que de una operación política de similares características al frustrado intento del año pasado de propagar el rumor sobre una eventual renuncia de la jefa de Estado.
En este contexto, uno de los argumentos más sorprendentes es el supuesto abuso de poder. Pero no hay en este caso un conflicto con el periódico del barrio. El desarrollo vertiginoso de los hechos lleva a muchos a olvidar que la revista cuestionada es sólo un componente más de los medios controlados por un grupo económico que, además, posee fuertes intereses en la banca y el retail.
Como resulta evidente, tales intereses a menudo colisionan con ciertos procesos en curso. El tratamiento unidimensional de esta coyuntura en los grandes medios crea un clima que legitima a este consorcio como actor, que hoy reclama inmunidad, y le facilita arrinconar a su adversario político.
La experiencia internacional reciente demuestra que la concentración de la propiedad de los medios de comunicación, además de ser contraria a la libertad de información, genera grados de poder suficientes para desestabilizar y atentar contra la democracia.
Desde luego, este último factor no es una preocupación para quienes recorren el continente pontificando bajo un aura de neutralidad. Sin embargo, a partir de este episodio podemos demandar que los defensores de la libertad de expresión, los auténticos y los de última hora, vuelquen también sus energías para enfrentar con decisión este flagelo.
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