¿Quiénes éramos? El tiempo que nos marcó

Conmemoramos 45 años del golpe. Inscribo estas líneas en el contexto de las múltiples reflexiones autobiográficas que reivindican la militancia y los ideales de los años sesenteros, que creo que debemos leer con espíritu crítico.  

Siempre es arbitrario y hasta injusto meter a todos en el mismo saco, pero como resulta imposible decir quiénes éramos cada uno de los que vivió este drama, (tendría que tener la memoria de Funes el memorioso, que no sirve para sacar conclusiones sino que sólo para llenarse de datos), estamos obligados a hacer generalizaciones y tratar de identificar las ideas y propósitos que estaban en juego y que nos convertían en una comunidad política, más allá de las buenas intenciones, de querer un mundo más justo, con menos pobreza, con más cultura, etcétera, que estoy cierto que es algo que todos deseábamos.

De algo estoy seguro, nuestro mundo político y cultural - la izquierda de esos años - tenía muchos componentes contradictorios y hasta me atrevería a decir primitivos, insuficientes para enfrentar el ciclo político que abrió la victoria de Allende en las urnas en 1970.

Y no me refiero sólo a que iniciamos la vía chilena al socialismo, es decir un camino de transición que buscaba conjugar la idea de la sociedad socialista con las de libertad y democracia, cosa que en sí misma era un desafío a la experiencia histórica y a la teoría que inspiraba a la izquierda entonces, sino que además se daba en un contexto de guerra fría y de imposición de la doctrina de seguridad nacional en toda la región, de lo que al parecer no estábamos muy conscientes.

En general, diría que ignoramos el carácter regional y global del conflicto en el que empezamos a ser parte activa en 1970, no medimos la correlación de fuerzas. Entonces, creo que no disponíamos del suficiente arsenal conceptual y teórico para salir airosos de la revolución con empanadas y vino tinto. Pero además de eso éramos bastante primitivos: machistas, homofóbicos, conservadores en lo cultural, etcétera.

Entonces vino el 11 de septiembre, que creo que lo podemos definir como “un presente eterno”. Hay una obra de Alfredo Jaar que muestra un calendario del año 1973 que avanza normalmente hasta llegar al martes 11 de septiembre, fecha que a partir de ahí el número 11 empieza a repetirse cubriendo las semanas, meses y, podemos imaginar, años posteriores.

Creo que ese sentimiento lo tenemos muchos, es obvio que para varias generaciones hay un antes y un después y las consecuencias y antecedentes de ese día nos hieren y nos perturbarán por siempre. La última réplica  de ese día la hemos vivido en las semanas precedentes, con los debates en torno a la memoria y la historia que han copado las páginas editoriales de la prensa.

Es interesante que un país discuta con tanta pasión y a veces buenos argumentos un tema que pareciera ser de especialistas. ¿Hasta cuándo vamos a discutir en torno al 11 de septiembre y sus consecuencias?

Alan Angel, a propósito de los 30 años del golpe se preguntaba. “¿Pero cuánto más durará esto? ¿Tiene realmente importancia hoy en día el recuerdo del Golpe? (…) El recuerdo del Golpe se mantiene vivo en el Chile contemporáneo. Y, si se le permite decir esto a un observador extranjero, es para crédito de Chile el que exista un intento real de enfrentarse al pasado, de llegar finalmente a un diálogo entre los dos campos, de asegurar la justicia, de tratar de comprender lo que sucedió y por qué ocurrió. Olvidar el pasado es una alternativa y muchos países han optado por ello. Enfrentarse al pasado y tratar de encontrar la comprensión, la justicia y la reconciliación es infinitamente más doloroso pero de vital importancia para establecer un orden justo y democrático”.

Me he preguntado muchas veces si es esto lo que estamos haciendo a través de la memoria: buscar la comprensión y la reconciliación, ¿tratar de comprender lo que sucedió y por qué sucedió?

A lo largo de casi 45 años hemos señalado, denunciado y cuando ha sido posible perseguido judicial y moralmente a los que fueron responsables por acción u omisión de los sufrimientos de tantos, a los perpetradores, a los cómplices pasivos, a los que se les ha ofrecido “ni perdón ni olvido”.

En efecto, cuando un responsable de crímenes es condenado, nos parece que la sanción es demasiado tarde o leve; cuando sale en libertad porque cumplió su condena o reciben beneficios carcelarios, nos parece inaceptable, una señal de impunidad; cuando uno muere en la cárcel o se suicida nos enojamos porque enterró sus secretos.

De alguna manera nuestra incomodidad tiene que ver con la imposibilidad de que el daño sea reparado pero también, y esto me parece más complicado, con el hecho que nos hemos ido situando en un pedestal de justicieros, de cierta supremacía moral demasiado cómoda y que no sólo en cuanto al lugar desde el cual ver la historia es totalmente parcial, sino que presenta el problema de si acaso es moral juzgar a los demás, si no estamos dispuestos a juzgarnos a nosotros mismos por la misma medida.

Nunca una historia de violencia nace en el vacío. Ni las peleas entre hermanos ni los grandes conflictos de la humanidad. Esto que digo no quiere decir que el Museo de la Memoria deba tratar el contexto (tema que se ha discutido majaderamente), pero eso tampoco quiere decir que el contexto no deba ser debatido por la sociedad chilena.

Salomón Lerner, quien fuera presidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación en Perú  dice que “la exposición de la violencia no es únicamente el reconocimiento de víctimas, culpables y daños por curar. Ella puede ser, por encima de todo, un descubrimiento de nosotros mismos. Es lo que en la antigua tragedia griega se llamaba anagnórisis, el reconocimiento de nuestro pecado oculto e ignorado en el que se encuentran las claves para la comprensión exhaustiva de nuestro presente”.

 Todorov, en una apelación más directa a los sujetos del conflicto dice que “el recuerdo público del pasado nos educa sólo si nos cuestiona personalmente y nos muestra que nosotros mismos - o aquellos con quienes nos identificamos - no siempre fuimos la encarnación del bien o la fuerza”.

Al respecto, la figura de Salvador Allende en este sentido puede ser paradigmática de este problema.  No lo podemos juzgar a él ni a su gobierno si no es desde su ser mártir, desde su último discurso y desde el gesto heroico de resistir el golpe en La Moneda hasta la muerte. De alguna manera instaló la supremacía moral de su figura y a muchos nos llena de inspiración y orgullo.

Al capitán Arturo Prat tampoco lo podemos juzgar como estratega o táctico de la guerra naval, lo juzgamos desde su ser heroico; es decir, no se admite el juicio crítico.

¿No será tiempo, casi medio siglo después, de salir del paradigma de la víctima o del héroe y pensar en quiénes éramos nosotros? Fuimos, durante 17 años, es cierto, los humillados, los perseguidos, los negados en su dignidad humana, los torturados, los asesinados y los hechos desaparecer.

Pensar y participar hoy del debate público desde la dignidad del ser reconocido como víctima es un derecho de quienes fueron atropellados y negados como seres humanos. Eso les da una fuerza enorme pero también una responsabilidad.

Pero deberíamos asumir que nunca fuimos víctimas inocentes, en el sentido que sí lo fueron por ejemplo los niños judíos exterminados en Auschwitz. Ellos ni siquiera sabían por qué estaban siendo exterminados. Nosotros sí sabíamos, éramos militantes o partidarios o funcionarios del gobierno de la Unidad Popular, o éramos miembros de la resistencia a la dictadura.

No merecíamos el trato inhumano, ilegal e inmoral que se nos dio, pero éramos militantes activos, con ideas y proyectos, los que deben ser sometidos a la crítica más allá del juicio ético sobre la violación a los derechos humanos. El problema es que el sufrimiento de tantos funciona como una censura a la reflexión crítica, para no banalizar su dolor.

A pesar de ello, quisiera hablar desde una memoria que supera una visión puramente maniquea, de héroes y villanos, de buenos y malos, que busca reafirmarse o justificarse y que siempre, ineludiblemente, se encuentra a sí misma en el lugar correcto de la historia.

Hay demasiados relatos, o si se prefiere memorias, tanto del campo de las fuerzas armadas, en la derecha y en el nuestro, que exponen una visión que favorece interpretaciones conspirativas entre unos supuestos portadores del bien y otros del mal, lo que refuerza a su vez la satanización del adversario hasta convertirlo en no humano, en una amenaza a la que se debe destruir.

El maniqueísmo, como dijo Ángel Flisfisch ante la Mesa de Diálogo en una exposición sobre el contexto histórico para el advenimiento de la dictadura, no sólo es uno de los rasgos primordiales para el contexto de la guerra fría, en que se dio la Unidad Popular y el Golpe de Estado, sino que además facilita la operación por medio de la cual los actores reprochan moralmente al adversario sus acciones de inhumanidad, pero hacen la vista gorda sobre las acciones del mismo tipo de los propios.

Es la lógica de la guerra, de los amigos y los enemigos, propiciada por la Doctrina de la Seguridad Nacional y por la prédica revolucionaria. Esto lleva a que por ejemplo, muchos en la derecha no hayan querido ver las violaciones a los derechos humanos en nuestro país, y lo mismo podría decirse de muchos en la izquierda que no vieron el Gulag, ni el Muro, ni ven hoy a Ortega asesinando a los jóvenes en Nicaragua, ni a Maduro corrompiendo y destruyendo lo poco que queda de la democracia en Venezuela.

A pesar de que en Chile la política de las izquierdas en los años 70 y anteriores estaba marcada por las prácticas electorales y parlamentarias y por su presencia en los movimientos sociales, especialmente el sindical, el poblacional y el estudiantil, en los sesenta y setenta se instaló en las nuevas generaciones la fascinación por la idea de la revolución, especialmente si ésta se hacía por medio de las armas.

Cuba y Vietnam llenaban la imaginación de los jóvenes de fantasías y la vía chilena de Allende les parecía un camino pobre, reformista, sin auténtica épica revolucionaria (es lo que en cierta forma nos vino a decir Fidel Castro en su inmoderada y excesiva visita al país).

Regis Debray en su célebre libro ¿Revolución en la Revolución?  Lo afirmaba claramente: la lección que dejaba Cuba es que para hacer la revolución había que formar guerrillas: “Toda línea presuntamente revolucionaria debe poder dar una respuesta concreta a esta pregunta: ¿cómo derribar el poder del Estado capitalista? (…) La revolución cubana ofrece a los países hermanos americanos una respuesta que hay que estudiar en los detalles de su historia: mediante la construcción más o menos lenta, a través de la guerra de guerrillas libradas en las zonas rurales más propicias, de una fuerza móvil estratégica, núcleo del Ejército Popular y del futuro estado Socialista”.  

El combatiente revolucionario era el héroe del momento encarnado en el Che Guevara y el ideal romántico era el hombre nuevo, el héroe que no flaqueaba, que no vacilaba, que era implacable en la lucha;  que abandonaba todo por la revolución.

Muchos convirtieron sus vidas en la persecución de aquel ideal, como el monje que busca la perfección en el mandala. Pocos vieron que aquel deseo de cambiar a los seres humanos era más peligroso que benéfico: de esa revolución cultural, de ese proyecto de cambiar las almas nacieron experiencias monstruosas como las que lideraron Pol Pot y más cerca de nosotros Abimael Guzmán.

Creo que deberíamos conocer y reflexionar más sobre lo que significó el partido comunista peruano Sendero Luminoso, conocer más su lenguaje agresivo, su ideología que desprecia la vida humana, su culto a la personalidad, su crueldad manifiesta con los más débiles. Es que eso está demasiado cerca de nosotros como para ignorarlo y no me refiero sólo a la cercanía física.

En Chile gracias a lo que Allende representó  tuvimos una experiencia muy diferente. La generación de Allende estaba marcada por una  vocación de cambios y por las experiencias de coalición de los frentes populares. Para el gobierno americano y la derecha chilena esto no era relevante: la vía chilena, no violenta y democrática, era un ejemplo intolerable que había que hacer fracasar.

Pero, también hay que decir que el discurso de la UP,  a pesar de tener una fortísima raigambre nacional, cultural y popular, combinaba el antiimperialismo con una activa identificación con los socialismos reales, lo que nos colocaba inevitablemente a  un lado de la mesa de la guerra fría.

Lo curioso es que para esta generación, a pesar de su práctica reformista, toda su reflexión política estaba más referida al movimiento comunista internacional que a la socialdemocracia. A la idea de la revolución antes que a la reforma. De hecho, ser acusado de reformista era poco menos que el equivalente de un insulto. Sus referentes eran mucho más Lenin y Mao, antes que Kautsky y Berstein, su modelo la URSS más que Suecia, su ideal la dictadura del proletariado antes que la democracia liberal.

En gran medida esto se alteró con el 11 de septiembre, no solo por la trágica derrota sino también porque el movimiento comunista leyó de dos maneras contradictorias el fracaso de la UP: por el lado soviético, si bien se valoró la “vía pacífica al socialismo” y se sostuvo la crítica a la ultraizquierda,  se criticó al PC y a la UP por no prever “la idea leninista sobre la necesidad de quebrar el aparato estatal  burgués”, en otras palabras se impuso la tesis de  responsabilizar al fracaso por la ausencia de una política militar.

Por el lado Italiano, Enrico Berlinguer, respaldando la vía democrática, habló de las insuficiencias de la política de alianzas, generando el concepto del Compromiso Histórico, que después, unido a otros acontecimientos, daría origen a la gran crisis del movimiento comunista occidental con el surgimiento del Eurocomunismo.

En otras palabras, los partidos comunistas de Europa occidental abandonaron la idea leninista sobre “la necesidad de quebrar el aparato estatal burgués” y abrazaron la democracia liberal como escenario ideal y como límite para su acción.

En Chile esto se expresó de manera muy directa: el PC, fiel como era a la URSS, asumió un componente militar activo en su política y estrategia y el mundo socialista, aunque no todos, se inclinó por afirmar su adhesión a la democracia y a una política de alianzas amplia para terminar con la dictadura y gobernar el país.

Los testimonios

He leído y escuchado testimonios muy importantes sobre cómo estos temas han impactado en las vidas de tantas personas. Uno notable es el de Juan Carlos Agüero, peruano hijo de Senderistas, que nos visita estos días y cuyo libro Los Rendidos recomiendo sin falta. También se puede leer el texto de Cristian Mallol Renacer en la Agonía, ex mirista que luego de ser herido a bala y torturado tuve que participar en un montaje de la DINA y fue condenado a muerte por el MIR.

Para este tema también recomiendo, a propósito del recorrido vital de quienes estuvieron motivados por la certidumbre de estar en posesión de la razón y la bondad, el libro Mujeres en el MIR, cuatro relatos de mujeres que desde muy jóvenes se entregaron en cuerpo y alma a la lucha revolucionaria, que vivieron atroces experiencias de muerte de amigos y seres queridos, de cárcel, de exilio, de doloroso abandono de los hijos en una comunidad en Cuba, de disidencia interna, de vida clandestina y de enorme frustración política al ver que las cosas en Chile tomaron un camino que las dejó de lado, haciendo parecer prácticamente inútiles su formación paramilitar y  los enormes sacrificios que habían hecho tantos que entregaron sus vidas, y especialmente las privaciones y renuncias que ellas hicieron como madres.

Esos textos me parecieron de una enorme honestidad y sensibilidad, pero también una prueba del error en que vivió parte de la izquierda en Chile y el continente.

Una de las autoras, Margarita Fernández, reconoce que “los costos fueron altos, sobretodo porque vivimos duramente la política de aniquilamiento, experiencias límites, pérdidas y separaciones que duelen hasta hoy. También porque no tuvimos la sabiduría para enfrentar tiempos duros labrando con coherencia un lugar social y político desde el cual disputar el carácter de la democracia y empujar sus necesarias reformas. No encontré en mi partido esa capacidad reflexiva y tampoco en el resto de la izquierda”.

Relatos similares se pueden encontrar en testimonios argentinos, peruanos y colombianos, que si bien denotan haber tenido una fe inquebrantable en la causa revolucionaria y en la certeza de la victoria a través de la lucha armada, reconocen lo evidente, y es que nada de eso ocurrió.

En otro registro, se pueden leer los testimonios de Luz Arce y Marcia Merino, una socialista y la segunda del MIR. Su periplo vital incluye la militancia aguerrida, la confianza ciega en los jefes políticos, la detención, la tortura, la colaboración con sus captores, la denuncia pública de los servicios de seguridad ante la Comisión de Verdad, y un presente marcado por el dolor y por la necesidad del perdón de los suyos para sentir que sus torturadores no ganaron la guerra que se libró en ellas.

Todos estos testimonios nos hablan de nosotros, de quienes fuimos y de quienes somos, de cómo las lecciones del pasado no son librescas ni académicas, sino que están inscritas en nuestros cuerpos, en las cicatrices que llevamos.

Es cierto que muchos requieren ser perdonados. Algunos por sus hijos abandonados, otros por sus compañeros traicionados. Muchos por su fanatismo intolerante, algunos por su complicidad pasiva o activa. No pocos por empujar insensatamente a la muerte a decenas de jóvenes. Estos testimonios, sacados justamente de las experiencias límites que son aquellas desde las cuales vale la pena reflexionar, nos hablan de la necesidad de dejar de mirar el pasado sólo desde el dolor y el rol pasivo de la víctima, para asumir con lucidez y sentido crítico no sólo lo que se nos hizo, sino quiénes éramos.

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