En las últimas semanas la polémica y sorpresa que han causado las declaraciones del comandante en jefe del Ejército, General Ricardo Martínez, han ido en constante aumento.
Primero, las que se dieron en medio de una arenga supuestamente secreta o privada ante 900 oficiales de la rama castrense. ¿Quién puede dudar, que con semejante audiencia no se filtrará lo conversado en dicho encuentro? Hoy es imposible.
En tal intervención se develaron diferentes problemas y conflictos por lo cuales atraviesa el ejército y que no contaban con el conocimiento ni del propio titular de la cartera de Defensa.
Posteriormente, y conocidos los audios, Martínez reconoce la venta ilegal de armas a narcotraficantes, la recomendación de defender con dientes y muelas el sistema previsional, empatar la situación de las irregularidades con las otras ramas de la defensa, y llamar al orden a sus subalternos, por ende, reconociendo que no hay orden.
Luego vienen las declaraciones, ante la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados donde señala, que no existen ruidos de sables al interior de la institución, entre otras explicaciones acerca de la crisis, porque eso es lo que hay: una crisis gravísima en las Fuerzas Armadas.
Hablar de ruido de sables, a poco menos de 30 años del retorno a la democracia es simplemente temerario por decir lo mínimo, y devela la extraña autonomía con la que las ramas del ejército manejan su propia doctrina, al margen de la supuesta supeditación que le deben al poder político del Estado, como opera en todas las democracias modernas del mundo.
La literatura y los grandes politólogos, reconocen y profundizan en amplias referencias literarias, que el Estado a través de las fuerzas armadas, delega en dichas instituciones el monopolio de las armas con el fin de preservar la seguridad nacional, y la paz interna a través de la delegación de funciones de seguridad interna a las policías respectivas, en nuestro caso a Carabineros.
El poder de las armas es del Estado, a través del mandato de esa función a las instituciones armadas, que dependen jerárquica y funcionalmente del poder civil, así de lógico y obvio, aunque para la realidad chilena se está demostrando todo lo contrario.
Teniendo en cuenta, este resumen teórico de la función coercitiva del Estado, no corresponde en ninguna circunstancia hablar de ruidos de sables, pues la sola mención deja abierta a la imaginación una posible sublevación de las fuerzas armadas, como se ha demostrado en nuestra historia y la traumática experiencia continental. El monopolio estatal de la violencia requiere sobre todo de prudencia y obediencia al poder democrático: las FFAA dependen absolutamente al poder civil.
Las FFAA tienen códigos y lenguajes diferentes a la sociedad civil, desde los mínimos detalles profesionales hasta las fuentes de comunicación altamente jerarquizadas con las autoridades civiles, pero no pueden ser deliberantes, así de simple.
El tener el monopolio de las armas es un tema de la máxima importancia, por lo cual en todas las democracias modernas, su función es la de mantenerse al margen, de cualquier situación contingente y usar los canales institucionales para supeditar sus intereses en equilibrio con el orden democrático.
En países de primer orden, los ejércitos no tienen relevancias en los foros de opinión pública, eso lo hace su autoridad civil, a través del respectivo Ministro de Defensa, hoy desaparecido de la vocería que le debiese corresponder.
No son instituciones autónomas y cuando ese cerco o límite tiende a correrse puede caerse en espirales de alta peligrosidad y de insospechadas consecuencias.
Dado lo anterior, pareciera que en nuestro orden democrático se está alcanzando ese límite, que requiere urgentemente la intervención del propio Presidente para ordenar una estantería de alta inestabilidad: eso es eficacia democrática.
Es hora de una vez por todas, transparentar la conducción de las FFAA, sus presupuestos financieros, sus estructuras formativas y sobre todo su supeditación al poder político y respeto a la jerarquía que da la estructuración del orden de la democracia.
Sólo así se logrará un justo equilibrio entre todos los actores del orden institucional de las democracias modernas, y Chile no puede estar exento de los desafíos comunes.
Para reiterar, el presidente debe intervenír y evitar la tormenta perfecta.
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