El Presidente Sebastián Piñera realizó la última cuenta pública de su mandato. Todos hemos visto con sorpresa como el país y el mundo han cambiado aceleradamente durante estos tres años. Lamentablemente el Presidente, cual imagen bíblica, se ha quedado como estatua de sal.
Debe ser por ello que insiste en una lectura de la realidad que muy pocos comparten, más allá de los pasillos del Palacio de La Moneda. En su discurso, la movilización social de 2019, la pandemia, el plebiscito y la estrepitosa derrota de la derecha en la elección de convencionales son sólo hitos que obligaron a modificar la aplicación de su programa. Sin embargo, ninguno de ellos afecta su percepción del país que intenta gobernar. Quizás por lo mismo enfrenta los desafíos que tenemos con recetas de las décadas anteriores, sus respuestas son de otro tiempo, e incluso las palabras que ocupa parecen venir del pasado. Así, termina hablándole a un país que no existe y, por lo mismo, no dialoga con el Chile actual.
Aquello es evidente cuando se refiere a La Araucanía. Al hablar de nuestra región, vuelve a insistir en la misma receta que ha fracasado una y otra vez. Nuevamente, trata el conflicto del Estado chileno con el pueblo mapuche, como un problema de pobreza, desarrollo e infraestructura. De terrorismo y de narcotráfico. Es más, cuando menciona el diálogo, lo hace sin una propuesta acabada, y siempre como contracara de la violencia y el terror. Los resultados los conocemos de sobra quienes vivimos acá. En tres años, hemos avanzado muy poco.
Lo he dicho hasta el cansancio: el problema de nuestra región es un problema político, y tenemos que enfrentarlo como tal. Sinceramente, de un jefe de Estado se esperaría un ánimo y disposición para liderar procesos complejos. Por el contrario, el máximo Mandatario prefiere retomar el discurso de violencia, inseguridad y falta de desarrollo.
Con este libreto, el Presidente mantiene una de las deudas más dolorosas de los 30 años que él cree defender: En su discurso intentó ubicar su gobierno como el momento cúlmine de una continuidad de tres décadas. Con imágenes de apoyo de los presidentes Aylwin, Frei, Lagos y Bachelet, nos relató cómo desde el regreso a la democracia, y gracias a la alternancia en el poder, hemos podido crecer y establecer los pilares del desarrollo, a pesar de las deudas y dolores que han quedado. Intentó retomar el guión con el que comenzó su mandato.
Pero aquello no es justo ni creíble, porque los presidentes a los que él hace alusión, y quienes impulsamos sus gobiernos, estamos lejos del actual mandatario. Con errores y aciertos, los gobiernos anteriores tienen una gran brecha con éste, tanto en gestión política, como en cifras de crecimiento económico, en programas sociales y, sobre todo, en el triste legado en violaciones a los derechos humanos que deja esta administración. En ese sentido, y en su propio esfuerzo por ponerse a la altura de los ex mandatarios, Sebastián Piñera deja en evidencia que la distancia es muy grande. Sus intentos por defender la transición democrática, lamentablemente, lo terminan sepultando.
También es poco creíble porque, bajo grandes mensajes de diálogo y unidad política, esconde una gestión legislativa que durante la mayoría de su mandato, ha tratado a los tirones a la oposición, al Congreso, e incluso a sus propios parlamentarios. Es más, para dar cierre a su mandato reactivará proyectos impulsados por la administración de la presidenta Bachelet, como el matrimonio igualitario, a los que tanto él como su sector se han opuesto durante años. Ahora los utilizó como elementos de marketing, para cambiar el giro de la agenda de la discusión pública, sin que nadie le crea en la sinceridad de sus propósitos. Entre tanta contradicción, los llamados a la unidad y las promesas de entendimiento se sienten vacíos e impostados.
La verdad es que, más allá de mea culpas y sinceramientos, el Presidente tiene muy poco para mostrar como resultado de su gestión. En sus cuatro años no se ven resultados en casi ningún área de gestión. Y, por si ello fuera poco, tampoco se muestra dispuesto a dar un golpe de timón, optando por insistir en un camino mezquino y poco ambicioso.
En momentos tan críticos y particulares como el que vivimos, el país necesita un plan de reactivación robusto, que incluya un gran programa de empleo y un plan de inversión en obras públicas e innovación. Además, por cierto, se requiere una reforma tributaria que lo financie. Esa es la conversación que está teniendo el resto del mundo. Por lo mismo, resulta decepcionante que sigamos enfrascados en bonos, seguros y subsidios, todos ellos insuficientes para salir de esta gran crisis, y poder comenzar a construir el país de los próximos 30 años.
Todo tiene un final. En la historia podemos reconocer hitos que marcan el cierre de ciertos ciclos o procesos; pero el Presidente ha perdido la oportunidad de cerrar la época de la Constitución de 1980 con acciones decididas de futuro. Éste era el momento propicio para transitar de los bonos a los derechos, de las oportunidades a las garantías; dejar atrás la letra chica, para pasar a un plan ambicioso y de futuro que enfrente la recesión económica y la crisis climática. El problema es que, para eso, no sirve el guión del inicio del mandato del Presidente Piñera. Y, a estas alturas, tampoco sirve este gobierno.
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