En el Parlamento la oposición vota en contra de un proyecto del Gobierno y, acto seguido, éste la acusa de antipatriota; el Parlamento quiere modificar un proyecto del Gobierno y éste la acusa de obstruccionista o bien de boicotearlo. Se está reproduciendo un discurso idéntico al que otrora imponía Pinochet en plena dictadura.
Se hace gala de haber sacado amplia mayoría en las presidenciales, pero se omite que la oposición sacó amplia mayoría en el parlamento.
Se olvida que el Gobierno anterior también fue elegido por amplia mayoría -cosa bien relativa en ambos casos, por lo demás, si consideramos la abstención, y también se olvida que este Gobierno fue oposición intratable mientras sus adversarios gobernaban, vociferando slogans negativos sobre todo en relación al manoseado “crecimiento económico”.
La actual oposición no es perfecta, ha cometido errores siendo gobierno y siendo oposición. El punto no es ese, de los errores de unos y otros, pues no es el empate una solución real.
Los errores, la corrupción se afronta no con pequeñez partidaria. Lo grave es hablar de antipatriotas. Nunca se debe invalidar al adversario. Es violento e incita al odio.
Los ciudadanos observamos este espectáculo y no permanecemos pasivos, sino con rabia e impotencia, mientras trabajamos como hormigas y procesamos los acontecimientos.
Trabajamos de sol a sol, aunque el Presidente diga que es poco lo que hacemos. Como en Quinteros, pueden acusarnos de violentistas minoritarios y ajenos al lugar.
Pero sabemos quiénes somos, qué es lo que hacemos y cómo construimos sociedad diariamente.
Nosotros sí sabemos claramente que haber elegido un cambio de Presidente de la República no significa darle carta blanca para que haga lo que quiera sin el parlamento, sin las complejas conversaciones donde las diversas voces intervienen, se interpelan, se contradicen y debaten como oportunidad donde el país se sabe escuchado. Al menos así debería ocurrir.
A los ciudadanos nos menosprecian, como si las mentiras de la TV no las supiéramos diferenciar de los hechos y de las consecuencias de cada acto corrupto.
Las autoridades políticas, religiosas, deportivas, uniformadas y culturales, que están a la cabeza de alguna institución grande, mediana o pequeña, son ignorantes de algo fundamental.
Puede que sean eruditas y expertas en aspectos técnicos y estratégicos para sortear problemas de productividad, de gestión, de éxito de ventas, expansión del mercado, evasión de impuestos, malversación de fondos y cosas del estilo. Pero son ignorantes de ciudadanía.
No conocen ni de cerca el complejo sentir ciudadano, de sus procesos, de sus aspiraciones. Solo nos miden con encuestas que dirigidas e intencionadas, simplifican. No se dan el trabajo de ahondar, pues les da vértigo encontrar algo que no esperan ver.
Quizá leen expertos sociólogos, de ciencias políticas o sondeos de opinión, en resúmenes. Pero no comprenden porque están ciegos por sus propias ambiciones. Solo escuchan lo que quieren escuchar.
Sus reacciones espontáneas, así como sus proyectos largamente pensados, solo responden a necesidades de su bloque de pertenencia, sean estos empresariales, partidistas, hegemónicos o proselitistas.
Pocos, como un Andrés Aylwin, miran lejos y con sentido inclusivo.
Pocos, como especies en extinción, escuchan con paciencia y responden con elocuencia.
Pocos los que perseveran en convicciones y sentido ético-crítico.
Pocos los que, sin importar una re-elección o su éxito económico, asumen posturas de bien común y de promoción de los más vulnerables.
Pocos son austeros en su estilo de vida y no hacen gala de ello.
Vivimos décadas con un sistema tributario inequitativo, anti-distributivo, cuyo objetivo fue cuidar a los ricos. La famosa brecha.
No han pasado siquiera unos meses de una reforma tributaria de mayor justicia social y ya se quiere retrotraer, para volver a beneficiar a los ricos.
¿Cómo no hay capacidad de entender esto tan básico?
¿Cómo pueden insistir en ese discurso que solo beneficia a los dueños del capital, que son una minoría del país?
¿Cuándo habrá democracia de verdad? Es decir, no solo el derecho y obligación de votar, sino la responsabilidad pública, la equidad y el bien común.
¿Cuándo podremos empezar a construir esa democracia que significa paz social, que no es la paz del imperio que subyuga al sometido, sino la paz del coexistir y colaborar?
Esa democracia que significa dignidad y respeto por sobre las diferencias y por sobre las ambiciones individuales.
Esa democracia que no es libertad para unos pocos que invierten capital, sino libertad con equidad, donde todo ciudadano es libre independiente de su capital monetario, para desarrollarse en todo su potencial.
¿Cómo podemos hablar de democracia si se miente descaradamente?
¿Cómo puede haber democracia si la ley no es igual para todos.
¿Qué democracia puede permitir tanta impunidad, tanta propaganda contra los más pobres, contra los inmigrantes, contra los pobladores estigmatizados, mientras se les limpian los antecedentes de atrocidades cometidas a quienes todo lo cubren con dinero e influencias?
La democracia que tenemos es un laissez faire para algunos y una jaula de acero para la gran mayoría, que solo tiene libertad onírica de fantasías virtuales, internalizando los modelos de fragmentación social de ganadores y perdedores.
El mundo que vivimos no es neutro, ha sido construido para beneficiar a pocos y lo democrático es reconstruirlo en función de todos.
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