Después de tres días de febril actividad, el Papa se ha despedido del pueblo chileno. Su paso por esta tierra ha dejado intensas emociones que algunos atesorarán por mucho tiempo con gratitud infinita, mientras otros intentarán reponerse de frustraciones. Así y todo, mientras la emocionalidad sigue activa, es prematuro hacer una evaluación serena de un innegable acontecimiento, que fue nacional y mundial.
En la era de las comunicaciones, no es correcto analizar adhesiones o disensos a partir de números ni de concurrencias. Lo cierto es que todos, creyentes y no creyentes, participaron en una amplia variedad de formas en la visita del Papa. Desde la presencia personal, hasta la frenética interacción en las redes sociales giraron en torno a las acciones y omisiones de Francisco.
Aun así, después de 22 viajes del Papa fuera de Italia, donde Francisco ha desplegado las más variadas virtudes humanas, que lo distinguen por su liderazgo y destacadas condiciones de pastor cercano y carismático, donde la improvisación e incisividad de su mensaje siempre dejan rumiando la conciencia ajena, en Chile fue distinto. Algo parecía inhibir ese cúmulo de virtudes.
En la inminencia de su arribo a Santiago, estallaba, con características de escándalo, una carta del mismo Papa que revelaba su reparo convencido que justificaba la renuncia del obispo Barros. Aquel documento hacía presagiar un escenario muy incómodo para su autor, porque lo obligaba a validar una contradicción que era necesario explicar.
Ya en Chile, quedó en evidencia un férreo cerco de seguridad, que logró sortear con escasas posibilidades. El papamóvil quedó en desuso y su paso raudo por avenidas despejadas, dejaban en evidencia elevados temores por la integridad del Papa. Un exceso injustificado ciertamente.
Con la memoria viva, puesta en la historia, cada encuentro del Papa fue recordando aquella otra visita ocurrida hace casi 31 años, cuyas comparaciones parecían revelar una desconcertante paradoja.
Aún así, los mensajes de Francisco al pueblo chileno fueron contundentes, desde ese momento significativo y emocionante en La Moneda, cuando expresó su dolor y vergüenza por las víctimas de los abusos del clero. Así también, su llamado a la unidad, a lucha por la justicia, por el respeto a los pueblos originarios, a la no violencia activa, a amar a la patria, a respetar al migrante, a dignificar la vida de los privados de libertad y un largo etcétera.
Sin embargo, junto al protagonismo de Francisco durante su visita, se interpuso también otro, que se personificó en el obispo Barros. En efecto, el sensible tema de los abusos del clero, cometidos en Chile, se convertía en el sensor moral de la visita del Papa. Claro, porque desde la denuncia de las víctimas de Karadima, hace ochos años, se acumuló en Chile una necesidad imperiosa de justicia, convirtiéndose ésto en una exigencia ética que cuestiona todo el discurso eclesial.
Esto fue sistemáticamente advertido antes de la visita, pero también desoído, una vez más, por los consejeros de Francisco.
Las incomodidades de la presencia de Barros, en los diferentes actos litúrgicos, terminaron por catalizar esa indignación respetuosa que clamaba al Papa respuestas concretas. La prensa local e internacional, sensibilizada por la realidad eclesial y social afectada por tan deleznables crímenes, se hizo sentir con fuerza.
Y así, una periodista chilena, al término de la visita del Papa a Chile, consiguió en Iquique la revelación más desoladora que podía esperarse del sucesor de Pedro, respecto del obispo Barros: “No hay una sola prueba en contra. Todo es calumnia.”
Aquella frase se convirtió en un verdadero mazazo a la conciencia de un pueblo que tiene una profunda raíz cristiana, y la necesidad de reencontrarse con esos grandes valores, porque abunda la sed de Dios.
Aquella frase pontificia, no sólo representaba una sólida defensa a un hombre que se ha convertido en factor de división y dolor, sino y sobre todo, en una grave revictimización de los mártires de Karadima, porque el Papa acusaba de calumnia a víctimas inocentes.
Así como, mientras el Papa visitaba la tumba de san Alberto Hurtado, Mariano Puga era consultado por la prensa respecto del obispo Barros, tajante y molesto dijo, “el Papa se equivocó”, hoy es posible concluir con dolor, que en Chile, el esperado Francisco, cometió una falta grave que espera urgente reparación.
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