George Santayana escribió a principios del siglo pasado un breve ensayo titulado «La naturaleza imaginativa de la religión». Ocurre con algunas obras que sobreviven las décadas que su paso por el tiempo las hace paradojalmente más pertinentes para el presente.
En el ensayo Santayana escribe a propósito de quienes «presumen en señalar la ineptitud científica de la religión, algo que entrevé el más ciego». Esto es bastante evidente cuando nos aproximamos a la religión - sus textos sagrados, prácticas y tradiciones - para confrontarla con los resultados de la ciencia ilustrada.
Pero es también muy superficial para resultar en una crítica demoledora de la religión. Es más, continúa Santayana, desestimar una religión porque su discurso no es científico invisibiliza una de las cosas más exquisitas de una religión: sus hábitos de pensamiento.
Por definición, no son hábitos científicos como tampoco lo son los del arte, la literatura o la música y pese a ello enriquecen la existencia y comprensión del ser humano en el mundo y juegan un rol en la transformación de las condiciones de la vida material y espiritual.
La tragedia para Aristóteles tenía una función catártica, es decir, purificadora. El espectador de la tragedia estaba consciente que la vida no era tal cual como estaba representada en la obra y eso era justamente su valor al mostrar cómo el mundo podría degradarse si no se le cuidaba.
El valor de una obra, entonces, no estriba en su realismo sino en su capacidad para crear un mundo en el cual, bajo la lógica de la simulación, pueda pensarse de otra manera la vida vivida.
Para que el espectador pueda realizar ese proceso se requiere imaginación, poder despegarse del propio mundo para volver a el transformado y transformarlo. Para transformarlo se requiere imaginarlo de otro modo, diría Castoriadis.
En la religión y sus artefactos culturales pasa igual. No es ciencia. Sus hábitos de pensamiento (y de acción) le son propios. Tanto la pretensión de encontrar a dios entre las estrellas como el hecho de no hallarlo allí son en realidad síntomas de una atrofia de la facultad imaginativa, piensa Santayana.
En otras palabras tanto el que intenta explicar a dios con la ciencia como quien pretende negarlo por la ineptitud de la religión frente a ella carecen de la misma facultad imaginativa.
Luego agrega que la religión sólo podrá desaparecer de la historia humana si se atrofian por completo los hábitos imaginativos. Por cierto, junto con ellos desaparecería la humanidad, puesto que la imaginación, como lo afirma Martha Nussbaum (Sin fines de lucro), es una facultad fundamental para la empatía que a su vez es la base de la convivencia democrática y justa: no podríamos ponernos en el lugar del otro sin la imaginación.
Esta simple idea lleva al ensayista a afirmar algo que para muchos podría ser un escándalo, pero es en realidad, un primer paso para que la religión se libere de su violencia: el valor de una religión no es su verdad.
De hecho, pasa con las religiones como pasa con los deportes, cada uno tiene sus sistemas que sólo tienen sentido al interior de ellos y no se pueden practicar en abstracto.
Nadie practica deporte o hace ejercicio en general y las reglas de uno no valen para el otro, de hecho, se contradicen en la más evidente incompatibilidad.
Asociar la religión con la verdad (sobre la tierra, sobre el universo o sobre el sexo) no sólo empobrece la religión, sino a quien, luego de desestimarla por ello, piensa que puede vivir sin bosques simbólicos que le den orientación en la vida.
Esto nos resulta tan evidente hoy en Chile. ¿No han sido precisamente los artistas los más eficientes en sacar a un ministro de Estado que ninguneó la Memoria del país?
¿Y no fueron precisamente quienes defendían al ministro, y él mismo, que lo hicieron hablando sobre una supuesta «verdad histórica» incompleta representada en el Museo de la Memoria?
La Memoria, como la religión, no está hecha de la supuesta pureza de la verdad científica. Las religiones no tienen derecho a exigirnos creer en sus ideas como si fueran verdad, como si su propuesta fuera una competencia con la ciencia.
Esa identificación entre religión y verdad (que tanto gusta porque proporciona poder) hoy es la razón de la crítica fundamental a muchas religiones, especialmente al cristianismo.
Esta identificación es también, en parte, responsable de su actual crisis por el abuso de poder. Y si bien esto es actual, no es nuevo.
San Agustín consideraba vergonzoso y perjudicial que un cristiano hablara de las cosas «de la tierra, del cielo y de los demás elementos de este mundo» fundamentado en las Escrituras. Esto porque al oído del no creyente sonaban delirantes y eran tenidos por indoctos.
Para Agustín las Escrituras hablan de otra cosa (de la resurrección y de la vida eterna, por ejemplo) y no pueden hacerlo bajo la lógica del testimonio, porque de ello no tenemos noticia, sino que el cristianismo, como toda otra religión, como las artes y la literatura, sólo puede decir algo pertinente al respecto si se entrega a la lógica de la imaginación (que en la Biblia se representa por ejemplo como un sueño).
Lo mismo ocurre hoy. La religión no puede hablar de astronomía, ni de geología ni de sexualidad fundamentando esos discursos en un supuesto acceso privilegiado a la verdad por sobre la ciencia. Todas las batallas que la teología cristiana ha querido combatir contra las ciencias las ha perdido y las seguirá perdiendo y eso a pesar de que la ciencia haya tenido que reconocer que su conocimiento es limitado o falseable.
Pero esto lo sabe el lector atento de los textos sagrados del judeocristianismo, porque la Biblia comienza con un ejercicio de imaginación maravilloso, pues imagina el inicio de todo cuando no existía nadie que pudiera contar algo así.
El libro del Génesis abre la Biblia con una suerte de pacto de lectura rebelde: para comprender el mundo es necesario imaginarlo y no aceptarlo tal como lo han estado contando.
Al cierre, el Apocalipsis es una fiesta de la imaginación y fantasía al servicio de la interpretación y transformación de las condiciones de vida. Entre el inicio y el final se extiende un arco de literatura que apela a la creatividad lectora e interpretativa, poesía, proverbios, enigmas, parábolas, fábulas, etc.
La falta de coherencia y sistematicidad, incluso en la representación de dios, puede resultar desesperante para un carácter tieso y ofuscado o para quien busca la verdad de dios o de los humanos. Pero para quien se deleita de la vida sabe que lo vivo no cabe en categorías fijas y estables. La imaginación va de la mano con la alegría y la libertad.
En el mes de la Biblia, es interesante entonces preguntarse por el aporte que la lectura de este texto puede tener tanto para los creyentes como para los no creyentes.
Hay que sacudir a la Biblia de la pesada tarea de decir la verdad sobre lo vivo y lo no vivo.
La Biblia, como la religión, es producto de genio humano (hasta el magisterio supremo de la Iglesia Católica lo afirma) y eso me parece ya más interesante y liberador que someterse a ella como si tuviera la verdad de cada cosa que nos afecta o la verdad sobre la verdad misma.
Como decía un gran lector de la Biblia, Luis Alonso Schökel, «lo que se escribió con fantasía, debe leerse con fantasía».
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