El 11 de septiembre en Chile sigue siendo una herida abierta, no solo en el recuerdo de quienes vivieron esos años, sino también en la forma en que las distintas generaciones perciben y lidian con su legado. Las generaciones jóvenes, que no vivieron directamente los eventos de esa época, a menudo lo pueden considerar también como un trauma ajeno, algo que pesa sobre sus mayores, inhibiendo su capacidad de avanzar. Para ellos, el futuro se presenta, más bien, como un horizonte de posibilidades, libre de las cadenas del pasado, como si las cicatrices históricas fueran algo que es mejor superar para poder imaginar un mañana más esperanzador.
Sin embargo, para las generaciones que vivieron esos años de dictadura, represión y violencia, la memoria no es solo una carga, es un deber. Recordar es una forma de asegurar que los errores del pasado no se repitan. Y en esta paradoja entre el futuro y el pasado, se revela una verdad esencial sobre cómo el tiempo moldea nuestra percepción. Cuando somos jóvenes, pensamos en los lugares a los que queremos ir. Pero con el paso de los años, comenzamos a ser más conscientes de los lugares a los que no queremos volver.
Este contraste generacional no es simplemente una brecha de experiencias, sino una tensión que define la manera en que las sociedades se reconstruyen después del trauma. Las generaciones mayores, marcadas por el recuerdo, miran al futuro con la cautela que solo puede venir de haber vivido en carne propia las consecuencias de las decisiones colectivas. Saben que el entusiasmo de las nuevas generaciones, aunque necesario, puede producir dramas cuando no se ancla en una comprensión crítica del pasado. Para ellos, la memoria es un ancla, no para detener el barco, sino para evitar que naufrague de nuevo.
Las generaciones jóvenes, por otro lado, ven el pasado como una lección, pero no como una barrera. Para ellos, imaginar el futuro no requiere aferrarse a los fantasmas del ayer, sino liberarse de ellos. Y es aquí donde surge la tensión: ¿cómo construir un futuro sin repetir errores si no se está dispuesto a mirar de frente lo que salió mal? ¿Cómo recordar sin quedar atrapado en el dolor, y cómo avanzar sin olvidar?
En esta tensión está la clave para un diálogo generacional más fructífero. Los jóvenes tienen razón al imaginar un futuro lleno de posibilidades, pero necesitan de aquellos que ya han transitado caminos difíciles. Los mayores, por su parte, deben recordar que no toda precaución es una limitación, y que el impulso de los jóvenes no siempre es ceguera, sino a veces la energía necesaria para abrir nuevas rutas.
Chile, en su diálogo sobre el 11 de septiembre, no puede permitirse el lujo de olvidar. Pero tampoco puede permitirse el lujo de quedar paralizado por el pasado. Las generaciones que recuerdan deben encontrar la forma de transmitir ese recuerdo no como una carga, sino como una enseñanza viva, una brújula que oriente hacia el futuro sin repetir los errores de antaño. Y los jóvenes, en su entusiasmo por lo que está por venir, deben estar dispuestos a escuchar las advertencias de quienes ya han pasado por la tormenta.
La historia, en definitiva, es un diálogo entre el pasado y el futuro, entre el deseo de avanzar y el temor de repetir los errores. Es en ese diálogo donde Chile debe encontrar su camino, un camino que respete tanto la memoria como la promesa de un futuro diferente. Al final del día, no se trata solo de mirar a dónde queremos ir, sino de ser conscientes de los lugares a los que, colectivamente, no podemos permitirnos regresar.
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