El verdadero desafío no es votar, sino ser visto: participación, neurodiversidad y justicia social

Lizbeth tiene 22 años. No camina, no habla y vive con la condición de Autismo Nivel 3 y epilepsia. Requiere apoyo permanente para cada una de las actividades de su vida diaria. Y, sin embargo, fue multada por no ir a votar en el plebiscito constituyente de 2023. El sistema la castigó por no participar de un proceso en el que nunca estuvo realmente incluida.

Este caso no es aislado. Es el reflejo de una cultura institucional que aún no comprende que la verdadera democracia no se mide solo en votos, sino en accesibilidad. Para las personas neurodivergentes y con discapacidad, la participación política sigue siendo una promesa incumplida. A pesar de avances legales como la Ley 20.183 sobre voto asistido y la Ley 20.422 de igualdad de oportunidades, el acceso real a las urnas sigue marcado por barreras físicas, comunicacionales y actitudinales.

Las encuestas muestran que un alto porcentaje de personas con discapacidad en Chile ha utilizado el voto asistido. Sin embargo, muchas de ellas enfrentan trabas constantes: desde no saber cómo pedir asistencia, hasta la negativa a permitir el acompañamiento de una persona de confianza, pasando por plantillas Braille mal diseñadas o mesas de votación inaccesibles. No basta con permitir votar. Es urgente rediseñar el sistema para que todos puedan hacerlo de forma digna y autónoma.

En este contexto, la neurodiversidad ofrece una mirada transformadora. Nos invita a dejar de ver las diferencias cognitivas como deficiencias y comenzar a valorarlas como parte de la variabilidad natural de la especie humana. El problema no es que algunas personas piensen, sientan o perciban distinto. El problema es una sociedad que aún impone estándares rígidos, construidos para un tipo idealizado de ciudadano.

Aceptar la neurodiversidad y diseñar sistemas inclusivos no es un acto de caridad, es una exigencia de justicia. Significa reconocer que la participación social -incluido el derecho a voto- debe estar garantizada para todas las personas, más allá de sus capacidades o formas de procesar el mundo.

Aquí es donde la tecnología y la accesibilidad universal pueden marcar la diferencia. Desde aplicaciones que explican el proceso electoral en lectura fácil o lengua de señas, hasta sistemas digitales de acompañamiento o entrenamiento previo al voto, existen múltiples herramientas que pueden derribar barreras si son implementadas desde una mirada ética y participativa.

Pero nada de esto será suficiente si seguimos diseñando políticas sin considerar las voces de quienes más las necesitan. Necesitamos instituciones que escuchen, que aprendan y que actúen. Que reconozcan que la inclusión no es un favor, sino un derecho. Porque el verdadero desafío no es lograr que todos voten. Es lograr que todos sean vistos.

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