"Si tú no meas en la calle, es tu problema. ¿y a dónde querís que mee?
Esa fue la respuesta de un sujeto a quien interpelé por orinar en una plaza frente a mi casa. Este tipo de incivilidad es habitual, al punto de estar casi naturalizada. Hubiera bastado un simple "lo siento", entendiendo que cometía un error, pero el aludido no solo respondió con enojo, sino que agregó: "Apuesto que te gorrean" y "¿Acaso tú eres más educada que yo?", lo que evidencia la falta de autocrítica (además de estupidez, ciertamente).
Aquellas personas que no solo escribimos columnas, sino que también tendemos a interpelar a quienes perjudican a otros con su comportamiento como una forma de ir más allá de la simple queja, sabemos que nos exponemos a una respuesta agresiva. Sin embargo, me parece que poner en evidencia a quienes atentan contra los principios básicos de convivencia debería ser un ejercicio común, de manera que la sanción social desincentive este y otros tipos de incivilidades.
El término "incivilidades" se refiere a conductas que van en contra una convivencia sana y que deben ser prevenidas. Estas pueden implicar faltas de civilidad o cultura, o bien actos que, sin llegar a ser delitos, afectan la calidad de vida.
En la teoría de las ventanas rotas, acciones como tirar basura en la calle, orinar en espacios públicos, beber alcohol en lugares no permitidos, pintar grafitis sin autorización y la suciedad general contribuyen a un entorno deteriorado. Esto genera la impresión de que los residentes son poco cuidadosos y de que todo está permitido, lo que facilita la aparición de conductas antisociales y delitos más graves. Ante ello, la teoría propone una intervención temprana: reparar los daños menores rápidamente para transmitir un mensaje de orden y desincentivar la delincuencia.
Tras este incidente, pensé en la teoría de las ventanas rotas y en la necesidad de detener este actuar, tipificando y sancionando. Pero luego me encontré con un proyecto del Senado de 2018 que proponía legislar, precisamente para sancionar acciones contrarias a la convivencia ciudadana que aumentan la inseguridad. En esa discusión, distintos parlamentarios coincidieron en que existe una frontera muy sutil entre lo penal y las conductas que podrían considerarse meras faltas.
A ello se suma el rol controlador: agregar nuevas tareas a la policía o a los municipios sería ineficiente, pues su principal ocupación debe ser la persecución de delitos, una preocupación prioritaria para la ciudadanía. Lo mismo ocurre con la Fiscalía: ¿Qué podría ser peor que sumarle casos por incivilidades cuando ya está desbordada por delitos graves?
Me desmarqué de mi propia lógica. Como dijo un futbolista alguna vez: "No tengo por qué estar de acuerdo con lo que pienso". Reflexionando, llegué a la conclusión de que la tipificación y sanción no son una posibilidad en el corto o mediano plazo, lo que me llevó a una segunda reflexión: la educación sobre normas mínimas de convivencia.
Cuando se habla de educación, se piensa en las escuelas como punto de partida. En Chile, existe la Política Nacional de Convivencia Educativa (PNCE), cuyo objetivo es que las personas aprendan a convivir, es decir, a compartir un mismo espacio bajo valores como el respeto, la tolerancia y la empatía.
Me parece imperativo reforzar la educación, aprovechando las instancias existentes para que las próximas generaciones no enfrenten la tensión actual, en que señalar un comportamiento inapropiado puede generar un conflicto. Además de la educación formal, está la familia, donde los padres juegan un rol clave en transmitir normas de convivencia. La familia debe enseñar que hay acciones que simplemente no proceden, porque deterioran la vida en comunidad.
El problema de las incivilidades es que muchos las han naturalizado. Para combatirlas debemos pensar colectivamente en la responsabilidad de construir juntos una mejor sociedad. Esto implica conocer qué son las incivilidades y aplicar una sanción social coordinada contra quienes incurren en conductas inapropiadas.
Recuerdo mi paso por Andorra, reconocido como uno de los países más seguros del mundo, con índices de criminalidad extremadamente bajos. Allí, la cultura cívica y el respeto por la convivencia son ejemplares y se aprecian en todos los ámbitos. Podemos tomar estos referentes para recorrer nuestro propio camino hacia una mejor convivencia. Este enfrentamiento, como dije al principio, fue innecesario. Bastaba con que esta persona entendiera que no está mal llamarle la atención por orinar en la vía pública. Más bien, su actitud agresiva reveló una total ausencia de autocrítica y la intención de desviar el tema en lugar de reconocer su error.
Las incivilidades son desagradables para la mayoría porque, de una u otra manera, nos afectan a todos. Los espacios públicos, como parques y plazas, pierden su atractivo cuando no se respetan normas mínimas de convivencia.
Creo que todos tenemos el deber de ganar nuestro lugar en la sociedad. Quienes incumplen las normas deben saber que otros pueden hacerles ver que lo que hacen, por mínimo que parezca, no es aceptable y que afecta la manera en que vivimos. La buena convivencia no es algo que ocurra por defecto ni es gratuita: requiere compromiso.
Ser parte de una sociedad es un derecho que se gana con responsabilidad.
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