Interculturalidad (a propósito de la Comisión para la Paz y el Entendimiento)

La Comisión para la Paz y el Entendimiento presentó su informe final luego de dos años de labor. Esta instancia tuvo como objetivo analizar el aumento de la conflictividad entre el Estado chileno y el pueblo mapuche, así como formular propuestas de reparación orientadas a fomentar la paz y el entendimiento mutuo. A propósito de este informe, que ahora se discute en el Parlamento y se debate en la sociedad, es necesario volver sobre conceptos claves que dicen relación con el conflicto que se aborda.

La interculturalidad ha emergido en Chile y América Latina como una categoría imprescindible para pensar la convivencia en contextos marcados por profundas desigualdades históricas y culturales. A diferencia de los enfoques meramente multiculturalistas, que muchas veces se quedan en el plano de la tolerancia pasiva, la interculturalidad exige una transformación estructural del modo en que las culturas coexisten, dialogan y co-construyen una sociedad equitativa.

Según la Unesco, la interculturalidad implica no solo la presencia de múltiples culturas, sino su interacción equitativa en un marco de respeto mutuo y diálogo. Este ideal, sin embargo, se confronta con una realidad atravesada por estructuras de dominación y subordinación. La interculturalidad se despliega entonces, en al menos dos niveles: uno interpersonal, donde se da el encuentro cara a cara entre sujetos culturales diversos, y otro sociohistórico, donde se sitúan los condicionamientos estructurales que perpetúan las asimetrías.

Esta tensión entre ideal y realidad se refleja claramente en tres grandes dinámicas contemporáneas: el movimiento indígena, las migraciones, y la diversidad religiosa. Todas estas expresiones reclaman un lugar legítimo en el espacio público, muchas veces resistido por modelos estatales monoculturales. Como sostiene Boaventura de Sousa Santos, se requiere una "ecología de saberes" que reconozca la pluralidad epistémica y no subordine los saberes tradicionales a la racionalidad occidental dominante.

Uno de los aspectos más relevantes del debate intercultural, sobre todo en el ámbito interétnico, es el vínculo entre espiritualidad y cultura indígena. La crítica al concepto occidental de "religión", hecha por autores como Amhed Shaheed desde Naciones Unidas, revela que muchas comunidades indígenas prefieren hablar de espiritualidad o cosmovisión. No se trata solo de una cuestión semántica, sino de una forma radicalmente distinta de comprender la relación con lo sagrado, la naturaleza y la comunidad.

La invisibilización de estas espiritualidades, generalmente no reconocidas y cuando lo son, a menudo agrupadas en los censos y encuestas bajo la categoría de "otras", es parte de un proceso más amplio de colonialidad del saber, como lo denomina Aníbal Quijano. Las cosmovisiones indígenas son locales, orales, no proselitistas, y están profundamente entrelazadas con el territorio y la naturaleza. En el caso del pueblo mapuche, su cosmovisión expresa un modelo de vida en armonía con el entorno, articulado en conceptos como Küme Mogen (buen vivir) e Itxofill Mogen (vida en plenitud).

Este "buen vivir" implica una comprensión no antropocéntrica del mundo. La tierra no es un recurso, sino un ser vivo con derechos, lo cual colisiona frontalmente con la lógica extractivista dominante. Más del 30% de los conflictos socioambientales en América Latina involucran territorios indígenas. La espiritualidad, entonces, se convierte también en resistencia política y ecológica.

En las últimas décadas, hemos asistido a una revalorización de prácticas como el chamanismo, la medicina tradicional y los rituales ancestrales. Esta revitalización no es un simple retorno al pasado, sino una resignificación crítica de las raíces culturales en un contexto de globalización. Como advierte Silvia Rivera Cusicanqui, el riesgo está en la mercantilización de estas prácticas, o en su uso superficial por parte de discursos posmodernos que despolitizan la lucha indígena.

Pero la interculturalidad no se agota en el plano simbólico o espiritual. Requiere también transformaciones institucionales profundas: redistribución del poder, reformas administrativas, y un Estado pluricultural capaz de garantizar la participación efectiva de los pueblos originarios. Este es el horizonte de una interculturalidad como propuesta civilizatoria, no una política de inclusión cosmética, sino una refundación democrática basada en la justicia, el reconocimiento mutuo y la participación activa.

El ejercicio del diálogo intercultural supone prácticas concretas: apertura al otro, escucha activa, comunicación afectiva, aprendizaje mutuo y cooperación. En palabras de Paulo Freire, se trata de una pedagogía del diálogo, que no solo transmite conocimientos, sino que transforma relaciones.

El diálogo intercultural se fundamenta en el reconocimiento recíproco y en el respeto mutuo entre culturas. Este proceso exige una disposición abierta, sustentada en la tolerancia y en el abandono de todo tipo de fundamentalismo. Revalorizar al Otro implica no solo escuchar su palabra, sino también acoger su diferencia como fuente de enriquecimiento común. Para ello, es necesario superar la rigidez identitaria que adoptan tanto los sectores fundamentalistas indígenas como quienes perpetúan visiones neocoloniales, racistas o supremacistas, así como las posturas políticas e ideológicas que excluyen toda diferencia.

La interculturalidad, en este sentido, no es simple coexistencia, sino un camino de construcción colectiva, en el que el diálogo cobra forma como práctica transformadora. Supone tejer lazos de confianza y generar consensos posibles que habiliten una convivencia plural y equitativa. En una sociedad así concebida, todas las personas pueden expresarse libremente, y la diversidad se reconoce no como un problema, sino como una riqueza compartida que fortalece el tejido social en su conjunto.

Las propuestas de la Comisión para la Paz y el Entendimiento bien pueden ser traducidas a políticas públicas, leyes y normas, pero si no consideran una perspectiva intercultural real, operante y adecuada corren el riesgo de verse empantanadas nuevamente en litigios donde la falta de entendimiento predomina.

En conclusión, América Latina y Chile están llamados a construirse como sociedades pluriétnicas y pluriculturales. Este proyecto no es utópico, sino profundamente necesario. Reconocer la diferencia como riqueza, y no como amenaza, es el primer paso hacia una sociedad justa, humana, sustentable... e intercultural.

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