En estos días recordamos cinco años de la revuelta social de octubre de 2019. La derecha política, económica, cultural y militar ha levantado hipócritamente el discurso de lo que ha denominado "el octubrismo", un momento donde -de acuerdo a su relato- el lumpen, la delincuencia y la violencia se apoderan de las calles. Como siempre una visión sesgada y falsa de la realidad. La revuelta fue un momento de esperanza, de alegría, de diálogo, de recuperación de los espacios públicos, un momento en que millones de chilenos y chilenas se encontraron en las calles, a donde salieron a recuperar la dignidad perdida por tantas decenas de años.
Lo que caracteriza el movimiento de octubre no es la violencia, es la paz y la no violencia, las conversaciones de los vecinos en sus barrios, las marchas multitudinarias, alegres, festivas, llenas de humor, música, baile y poesía. La violencia, como siempre, la puso el Estado defensor de los intereses de las clases poderosas, que salió a reprimir con fiereza cualquier manifestación pacífica del pueblo que se congregaba en plazas y calles.
Los saqueos que vimos y las diferentes acciones de destrucción estaban claramente focalizado en pequeños grupos anarquistas, infiltrados por la policía y por el lumpen. No podemos, por los actos de minorías que en muchos casos eran tolerados por las fuerzas de seguridad, ensuciar a las inmensas mayorías que salieron a exigir cambios.
La violencia de ciertos sectores de manifestantes, en algunas manifestaciones, siempre fue defensiva frente a las arremetidas de la policía. La verdadera violencia, que la derecha bien conoce, pero que jamás reconocerá y que permanece hasta hoy, es la violencia institucionalizada, el origen de todas las formas de violencia. Este tipo de violencia se refiere a las formas estructurales y sistemáticas que son perpetuadas por instituciones, políticas, decisiones administrativas, judiciales y prácticas que, de manera directa o indirecta, afectan a grupos pobres y vulnerables. Esta violencia es menos visible que la física, pero sus efectos son aún más devastadores, afectando por centenas de años la vida de millones de personas.
La Doctrina Social de la Iglesia Católica nos habla de esta violencia a través de lo que llama el pecado social, ya que produce directamente las injusticias y desigualdades que afectan a la sociedad. El pecado social se refiere a aquellas actitudes, estructuras y sistemas que perpetúan la injusticia y la opresión en la sociedad. No se limita a las acciones individuales, sino que implica un análisis de las dinámicas sociales y económicas que generan sufrimiento de muchos para sostener los privilegios de pocos.
Lo mismo hace la Teología de la Liberación que reconoce en el pecado la manifestación de estructuras injustas que perpetúan la pobreza, la opresión y la marginación de amplios sectores de la población.
En el contexto del capitalismo, esta violencia se observa claramente en la economía. Las políticas económicas que favorecen a las élites y marginan a las clases trabajadoras son ejemplos de cómo las instituciones pueden perpetuar la violencia. Las decisiones sobre salarios, condiciones laborales y acceso a recursos económicos son generalmente tomadas sin considerar el impacto en los trabajadores y las comunidades más vulnerables.
Esta explotación no es solo una cuestión de economía; es una forma de violencia que afecta la dignidad y la calidad de vida de las personas. La falta de acceso a servicios básicos como la salud y la educación es otra manifestación de esta violencia, ya que perpetúa la pobreza y limita las oportunidades de desarrollo.
En el ámbito de la salud. Las políticas de salud pública a menudo reflejan estructuras de poder que priorizan los intereses de ciertos grupos sobre otros. Esto se traduce en el acceso desigual a los servicios, donde las comunidades marginadas enfrentan barreras significativas para recibir atención adecuada.
La privatización de la salud en las sociedades capitalistas ha agravado esta situación, convirtiendo el acceso a la atención médica en un privilegio en lugar de un derecho. Como resultado, las poblaciones más vulnerables sufren desproporcionadamente de enfermedades y condiciones de salud que podrían prevenirse o tratarse.
La violencia institucionalizada también se manifiesta a través del racismo y el machismo que están profundamente arraigados en las sociedades capitalistas. Las instituciones, desde el sistema de justicia hasta el ámbito laboral, perpetúan discriminaciones basadas en la raza y el género.
En el ámbito de género, las mujeres a menudo enfrentan violencia no solo en el hogar, sino también en el trabajo y la sociedad. Las políticas laborales que no garantizan igualdad de salario y las prácticas de acoso sexual son ejemplos de cómo las instituciones perpetúan la violencia de género.
La educación es otro campo donde la violencia institucionalizada se manifiesta. Los sistemas educativos reproducen y legitiman desigualdades sociales. Las escuelas en áreas desfavorecidas reciben menos recursos, lo que impacta la calidad de la educación que reciben los estudiantes. Esta falta de inversión en la educación perpetúa un ciclo de pobreza, limitando las oportunidades de progreso para las generaciones futuras.
Además, el currículum educativo está sesgado, omite la historia y las contribuciones de los grupos marginados, lo que contribuye a la deslegitimación de sus experiencias y luchas. Esta violencia simbólica es igual de dura, ya que afecta la identidad y la autoestima de las personas.
La tarea y la esperanza está en reconocer que la principal forma de violencia, no es del muchacho/a que tira piedras o prende un neumático, sino la institucionalizada y hay que afrontarla promoviendo la conciencia social, generando políticas que prioricen la equidad y la justicia social, derogando las leyes y regulaciones que perpetúan la desigualdad, implementando medidas que protejan a los grupos más vulnerables, fomentando una educación inclusiva y crítica para empoderar a las personas, para cuestionar y desafiar las estructuras de poder que perpetúan la violencia.
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