Los hechos de la historia quedan intactos, pero sus interpretaciones cambian. Dirán -quizás- que es nostalgia, pero algo pasó el 18 de octubre de 2019, luego de que las y los estudiantes saltaron los torniquetes y posteriormente otros actores salieran a las calles. Los rostros de la protesta, que entonces no tenía nombre de estallido social, comenzaron a multiplicarse: Ya no sólo eran estudiantes secundarios, sino que también universitarios, trabajadores, desempleados, pobladores y jubilados. Esa diversidad convocó a más de un millón de personas en una aglomeración en Plaza Baquedano, la cual fue señalada como la más multitudinaria en la historia post dictadura de nuestro país. Eran los actores que fueron silenciados en la transición los y las que al fin eran reconocidos y que cuestionaban la legitimidad del modelo imperante en nuestro país.
La solución que halló la clase política a las legítimas demandas de la ciudadanía -en los días de alta movilización social- fue una salida institucional a través de un acuerdo político que propuso el desarrollo de un proceso constituyente. El resultado se expresa en un proceso inconcluso que nos dejó en el mismo punto de partida. Pero no sólo eso: A la evidencia posterior en una falta de consenso para reconocer lo sucedido y que hoy nos lleva al límite de negar y reducir a mero vandalismo el malestar social expresado.
Y es que para la derecha de los días de octubre de 2019 la protesta social era democrática, expresaba el sentir ciudadano y no tenía colores políticos. Para la derecha de hoy, era un acto subversivo, vandálico, planificado por la izquierda y con tintes autoritarios, o "un golpe de Estado no tradicional".
¿A qué responde esta nueva interpretación de los hechos acaecidos? A tratar de reescribir la historia con importante descaro e impunidad. Alimentar un mito para aplacar el levantamiento de la ciudadanía contra el abuso como regla, bajo el deber de encargarse que aquello nunca más vuelva a ocurrir. Para ello utilizan no sólo la retórica, sino que también la institucionalidad, con proyectos de ley presentados que buscan declarar el 18 de octubre como el "Día Nacional contra el Vandalismo y la Violencia Social como forma de manifestación", por ejemplo, intentan que sea el propio Estado el que revierta la historia.
En esta obvia disputa ideológica es preciso advertir no sólo su razón propia, sino las consecuencias que podría aparejar. Observamos hoy una ciudadanía mucho más desencantada y cansada, lo que se expresa al volver a un proyecto de no-sociedad: el regreso de la desafección que tanto daño hace a la convivencia social. Mientras nuestro sistema político no tenga la capacidad de reconocer y dar respuesta a las amplias necesidades de los sectores más postergados -más allá del cálculo de la coyuntura específica-, la desafección será la estructura de comportamiento presente en nuestro país, en consecuencia, menor democracia.
Quienes levantamos las banderas de representación de los sectores postergados -sectores populares y clases medias vulnerables- tenemos la obligación de reconocer el regreso a la desafección, pero por sobre todo, seguir insistiendo en la necesidad de avanzar en mayor redistribución de la riqueza, derechos sociales y en la necesaria participación de amplios sectores de la población en las decisiones políticas como el único camino para un ejercicio pleno de nuestra democracia, pues no debe dejar de impactarnos la política elitista y la endogamia de la misma. No desconocer la dimensión del estallido social en desmedro del cálculo específico. En ello, defender y validar sin miramientos la manifestación social como mecanismo de justa expresión ciudadana, pero además insistir en la necesaria representación de aquellos sectores en la esfera política: por un futuro con esperanza.
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