La vejez, menudo problema, en particular con nuevas generaciones que emergen y empujan al punto que parecieran querer deshacerse sin más ni más del mismo. Yo tengo 69 años y ya fui remitido a mi sarcófago por colegas recién llegados a la reflexión académica. Ahora veo a los muchachos que han venido a gobernar prematuramente, asistidos por Socialismo Democrático, esos viejos no tan viejos pero con examen rendido en el control de lectura de los cinco tomos del "cateo de la laucha". No hace falta dar la lista de tales próceres, porque están todos los días en la tele.
Es comprensible que, en la ansiedad transformadora de las juventudes, los empellones a los mayores se produjeran. Ahora bien, en la convicción de que el mundo podría ser mejor y dada la urgencia de que así sea, todavía veo a mis hijos altaneros instalados en la mesa de la comida china, en actitud de reproche. Ustedes, me dicen, no hicieron nada. Hicimos mucho, hicimos todo lo que pudimos, digo yo.
Hubo otros tiempos donde el aprendizaje en formato de sabiduría se concentraba en la tienda más grande de la comunidad, sitio al que concurrían los más jóvenes con sus preguntas en busca de respuestas. Esto ocurría en los pueblos originarios del oeste americano -lo vimos en las películas- y quizás en todas las culturas precolombinas, antes de su aniquilación. En esos entonces, cuando la muerte arrastraba a los más ancianos, sus cuerpos eran quemados en la pira más encumbrada y el humo elevaba las cenizas del saber hacia los cielos. Nada se perdía.
Me inspiró la columna "La otra guerra" de Warnken, en El Mercurio hace unas semanas, y me imagino y sueño con la instalación de un modelo de convivencia social de máxima armonía, donde los jóvenes recurran a sus viejos y los despidan con cánticos y genuinas lágrimas en los ojos y tristezas profundas en el alma. Al final vamos todos para allá, pienso y nada les comento acerca de los obstáculos que empiezan a aparecer en ese tránsito, cada vez más frecuentemente y más difíciles de salvar. Entonces nos ponemos en manos de la medicina, que expande las fronteras de la vida a cualquier costo. Los médicos empiezan a gobernar nuestra existencia y nos proponen toda suerte de artimañas sanitarias para prolongar nuestra estadía en este mundo, con resultados discutibles.
Charlton Heston, quien fue mi héroe de la niñez desde que vi "El Cid" y coleccioné el álbum con estampitas de la película, protagonizó años más tarde "Soylent Green". El planeta estaba sobrepoblado, los recursos se hacían definitivamente escasos y la población se alimentaba de unas calugas que se producían industrialmente: el Soylent Green. Se practicaba masivamente la eutanasia como una restricción que permitía cuadrar el problema económico. Los viejos, cumplida cierta edad, eran llevados a recintos especiales a morir en medio de una experiencia singularmente placentera, en cinemascope. La edad de corte se había venido reduciendo, por cierto, pero la solución era todavía plausible, considerada y cariñosa, hasta que Heston descubre que el Soylent Green se producía a partir de las personas que estaban siendo retiradas de circulación. Si los más jóvenes, imaginémonos, pagaban las pensiones de los más viejos en un sistema de reparto, esta era como una vuelta de mano.
Ficciones aparte, me pregunto ahora ¿cómo constituir -o reconstituir- el círculo virtuoso donde las generaciones dejen atrás la idea de la guerra y ordenen con claridad los roles y funciones de cada cual, con la mayor consideración y respeto posible? Los jóvenes a construir el futuro, pero los viejos a contribuir a dar sentido a ese devenir. ¿Entonces, cómo lograr que la jubilación no marque el momento del olvido, cuando el que te empleaba ya no te necesita más? ¿Cómo incluir, cómo considerar, cómo reconocer y cómo no olvidar?
Me estoy imaginando, por ejemplo, modelos de gobernanza donde la participación comunitaria en la gestión de los asuntos públicos recurra a personas mayores en la confianza y convicción de que tal participación y su sabiduría han de ser una contribución para hacer mejor las cosas. Es decir, los más viejos al servicio del bien común. Como otrora, en las tribus.
Pero nada de caridad, por favor. Un cierre rotundo a las mil maneras que existen para huir sin remordimientos. Ya no dan abasto las casas de reposo ni las alarmas domiciliarias y se venden cantidades industriales de drogas y pañales para adultos y sillas de ruedas. ¿No será que toda esa gente, aparte de tomar medicamentos y hacer uso de sus dispositivos, tendrá todavía algo que decir?
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