Durante años, Chile ha celebrado avances en inclusión educativa. Se aplaudieron las aulas integradas, las adecuaciones curriculares y el trabajo incansable de profesionales que buscaron abrir espacios para estudiantes con discapacidad. Pero hay una pregunta que rara vez se formula con suficiente fuerza: ¿Qué pasa después del colegio? ¿Dónde quedan esos jóvenes una vez que abandonan el uniforme?
La respuesta, aunque incómoda, es clara: muchos quedan en el abandono. Tras egresar de la educación secundaria o de talleres laborales en escuelas especiales, miles de personas con discapacidad (PcD) se enfrentan a una realidad desoladora. Las principales barreras para continuar estudiando son la falta de recursos económicos y la escasa ayuda del Estado para financiar alternativas inclusivas de formación técnica o profesional. Las opciones son limitadas, dispersas y muchas veces inaccesibles, especialmente fuera de las grandes ciudades. Así, el camino a la autonomía se interrumpe antes siquiera de comenzar.
Las universidades y centros de formación técnica aún no logran ser verdaderamente inclusivos. No basta con rampas y discursos; faltan ajustes en la enseñanza, acompañamiento personalizado y apertura efectiva a la diversidad. Es una formación genérica para necesidades específicas. Y así, la exclusión se perpetúa.
Pero no sólo las instituciones educativas fallan. El mercado laboral también tiene una deuda acumulada. A pesar de leyes que fomentan la contratación de PcD, la mayoría continúa fuera del empleo formal o trabajando en condiciones precarias. El prejuicio pesa más que cualquier normativa. Se sigue pensando que la discapacidad es sinónimo de incapacidad, y ese estigma frena incluso los esfuerzos más bien intencionados.
Así, muchas familias asumen el cuidado y el sostenimiento económico de sus hijos adultos con discapacidad, muchas veces sin redes de apoyo ni respaldo estatal. Se transforma en una carga estructural que el país ignora, mientras habla de inclusión como si fuera una meta ya alcanzada.
No todo está perdido. Hay ejemplos que inspiran. En Ñuble, el consejo regional aprobó un programa presentado por la Corporación Educacional Persevera que busca entregar atención integral a PcD entre 26 y 55 años. Tienen actividades presenciales y ambulatorias, apoyo a cuidadores y seminarios intersectoriales. Esta iniciativa muestra lo que se puede hacer cuando miramos más allá del aula.
La inclusión no puede quedar atrapada en la etapa escolar. Urge construir una transición estructurada hacia la vida adulta, donde las PcD sean reconocidas como ciudadanos con derechos, proyectos y voz propia. Dejemos atrás la idea del "niño eterno" y construyamos espacios donde desarrollarse no sea una excepción, sino una posibilidad legítima.
Integrar aulas fue sólo el comienzo. Ahora toca transformar esa inclusión en oportunidades reales y sostenidas. Porque cuando el colegio termina es cuando más falta hace que la sociedad se una y construya los puentes para una real inclusión a la vida adulta.
Desde Facebook:
Guía de uso: Este es un espacio de libertad y por ello te pedimos aprovecharlo, para que tu opinión forme parte del debate público que día a día se da en la red. Esperamos que tus comentarios se den en un ánimo de sana convivencia y respeto, y nos reservamos el derecho de eliminar el contenido que consideremos no apropiado