El 19 de abril de 1949, Angol se sacudió con un terremoto de 7.3 en la escala Richter. Mi bisabuela María Fuentes, de 17 años por entonces, recuerda cómo las cosas comenzaban a desmoronarse: las murallas de adobe se derrumbaron, el hospital y su escuela quedaron inutilizables. Este año 2025, cuando se cumplen 76 años de esa noche -y 40 del terremoto de Valparaíso (1985)-, su historia se entrelaza con los aprendizajes de Chile y Latinoamérica sobre gestión de riesgos.
La memoria que construye futuro
El relato de mi bisabuela es el de miles de adultos mayores que habitan el sur de Chile: en 1939, siendo niña, en Purén, sintió el terremoto de Chillán ("es solo viento fuerte", le decían mientras la casa se sacudía con furia). En 1949 en Angol -donde aún radica- le tocó vivenciar los daños en el epicentro de dicho evento; en 1960 vivió el megaterremoto de Valdivia, el más grande registrado en la historia, estando en la Población Tegualda; y en 1985, ya en Traiguén, experimentó el terremoto de Valparaíso, quedando incomunicada.
Como sismóloga, veo en su experiencia un espejo de nuestros desafíos a nivel regional en Latinoamérica. Pese a los avances, como la creación de centros de gestión de emergencias ante desastres, América Latina sigue reconstruyendo en lugar de prevenir. Angol es uno de los ejemplos: después de 1949, se volvió a edificar con adobe; en 2010, el hospital quedó inutilizable nuevamente.
1985+40: Lecciones regionales en un mundo dinámico
La campaña 1985+40 años de aprendizajes, que impulsamos desde el Programa Riesgo Sísmico (PRS) de la Universidad de Chile, conmemora tres grandes desastres ocurridos en 1985: El 3 de marzo, un gran terremoto (Mw 8.0) sacudió la costa al sur de Valparaíso, afectando brutalmente la zona central de Chile. El 19 de septiembre, un terremoto (Mw 8.1) afectó el centro, sur y occidente de México, particularmente dañando a Ciudad de México. El 13 de noviembre, el volcán Nevado del Ruiz entró en erupción en Colombia, generando lahares que arrasaron con la ciudad de Armero.
Dentro del acontecer internacional en esta materia, me gustaría destacar algunas iniciativas clave, como la ciencia al servicio de las comunidades, capaz de desarrollar normativas sísmicas regionales propias, desde Latinoamérica para Latinoamérica. Hoy, debemos aplicar ese conocimiento en -espero- todo el territorio, especialmente en las urbes o cerca de ellas.
Otro factor importante son las comunicaciones que salvan vidas, ya que sin información libre y oportuna, no hay capacidad de prevención ni resiliencia. Por eso, hoy se trabaja en sistemas de alerta temprana accesibles incluso en zonas rurales. Además de planes de evacuación debidamente señalizados y socializados.
Finalmente, la memoria activa nos permite seguir conectados con la historia del territorio que habitamos. Los testimonios como el de mi bisabuela -que a sus 92 años dice "ya no les tengo miedo, pero hay que prepararse"- deben guiar un discurso de prevención ante lo que puede venir, dándonos luces de lo que falló en el pasado, para que lo mejoremos y no siga sucediendo lo mismo.
Chile tiene hoy herramientas que en 1949 ni se soñaban: Nueva institucionalidad, normas antisísmicas, planes de comunicación en emergencias y una red científica regional. Pero aún falta mucho camino por recorrer.
Este 19 de abril, al recordar el terremoto de Angol, honramos no solo a las víctimas, sino a quienes como mi bisabuela transformaron el miedo en sabiduría y resiliencia. Su legado nos exige construir un futuro donde nuestra cultura sísmica nos lleve a no repetir los errores, sino a celebrar los aciertos.
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