Se cuenta que, durante un paseo, Franz Kafka se encontró con una niña desconsolada que había perdido su muñeca. Conmovido por la ternura y la misericordia, le susurró que la muñeca no estaba perdida, sino de viaje, aventurándose a lugares lejanos y misteriosos. La niña, sin dejarse engañar por las palabras, pidió pruebas de aquel viaje. Entonces, Kafka se retiró a su escritorio, se encerró y comenzó a escribir cartas que fingían venir de la propia muñeca. La niña, continúa el relato, las recibía con un brillo de esperanza renovada en sus ojos, como si cada palabra la acercara un poco más a su querida muñeca. Algo parecido a este relato -aunque con menos inocencia- ocurrió durante el último debate presidencial chileno, pues la palabra ciencia no apareció, se extravió. En su lugar, nos susurraron los consuelos retóricos de siempre: innovación, emprendimiento, oportunidades. Son cartas sin muñeca, es decir, sustitutos semánticos que tranquilizan al votante, pero no restituyen el objeto perdido.
Karl Popper recordaba que la ciencia es el intento más sistemático del ser humano por aprender de sus errores. La política, en cambio, suele repetir errores y con entusiasmo. Pero no porque los políticos sean enemigos del conocimiento, sino porque la estructura misma del campo político -guiada por la inmediatez, la persuasión y el cálculo electoral- opera con una lógica distinta de la estructura científica, la cual se sostiene en la crítica, la revisión y la demora.
El problema, entonces, no es la ausencia de la palabra ciencia, sino la carencia de una cultura epistémica pública, entendida como la articulación de instituciones que valoren la evidencia, indicadores claros de desempeño científico, transparencia y formación ciudadana en pensamiento crítico. Por ello, en una sociedad madura -no la nuestra, por cierto- no hacen falta menciones a la palabra ciencia, sino instituciones comprometidas con la acción basada en conocimiento. En Chile, sin embargo, el conocimiento sigue siendo tratado como adorno discursivo, ya que se invoca para legitimar, pero rara vez para orientar la acción. Un ejemplo de lo anterior son los presupuestos del Estado, donde la investigación aparece como gasto, no como inversión.
Y el dato duro es tan conocido, que ya cualquier alumno de post grado chileno lo recita casi como majadera letanía: "El gasto en investigación es del orden del 0,4% del PIB". Y más aún, cuando el Estado se refiere a innovación, casi siempre la reduce a rentabilidad tecnológica, ignorando que la ciencia también es un ejercicio de soberanía cognitiva, aspecto este último que permite, entre otras cosas, evitar que un país siga modas científicas de orientación proselitista. Todas ellas, de un conocido y mediocre retorno.
No se trata, por tanto, de creer que la ciencia resolverá nuestros dilemas morales o políticos -eso sería cientificismo- sino de aceptar que ninguna democracia puede actuar con juicio crítico sin conocer en qué se apoya su conocimiento. Popper, Lakatos y Habermas lo entendieron bien, al señalar con precisión que la racionalidad no reside solo en la ciencia, sino también en las instituciones dispuestas a examinarse y corregirse.
En consecuencia, la omisión de la ciencia en el último debate presidencial no es solo un descuido, sino un síntoma patognomónico que muestra un país que confunde opinión con evidencia, emoción con argumento, visibilidad con saber. Por ello, en un entorno donde "sentir fuerte" vale más que "comprender bien", la política se vuelve pedagogía de la inmediatez. Y si el Estado atiende solo la inmediatez y deja de aprender, logra institucionalizar el error y cae en la improvisación como método.
Así, Chile se parece cada vez más a la niña de Kafka, pues busca su muñeca perdida -la confianza en el conocimiento, en la crítica, en la verdad- y recibe a cambio cartas con membrete ministerial asegurando que "la ciencia está viajando", "que visita lugares lejanos y misteriosos", que "ya volverá". Pero todos sabemos que nadie salió a buscarla.
Con todo aquello, la comunidad científica no pide consuelo, sino coherencia. Porque el consuelo, como toda ficción, tiene fecha de vencimiento; calma, pero no cura. Y si la política nacional no aprende a hablar el lenguaje de la evidencia, la ciencia chilena seguirá siendo como la muñeca de Kafka: ausente, imaginada, siempre en viaje y lo peor, siempre prometida solo por ternura y misericordia.
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