En un país donde la ciencia debería iluminar, la diputada y psiquiatra María Luisa Cordero ha decidido usarla como linterna al revés, es decir, proyectando sombras en lugar de claridad. Sus recientes declaraciones sobre los bolivianos, a quienes describió como "portadores crónicos desde el nacimiento de una encefalopatía hipóxica" y condenados a una "bradipsiquia irreversible", no solo desconciertan, sino que ofenden la inteligencia, la ciencia y la dignidad humana.
Con tono solemne, Cordero pronuncia lo que pretende ser un diagnóstico médico, pero que en realidad es un prejuicio racial envuelto en jerga técnica. Lo grave no es solo el disparate científico, sino que lo haga quien ocupa un escaño en el Congreso. El efecto de tal disparate es grotesco, pues suena docto, elegante y hasta convincente, pero es un sofisma aristotélico con esteroides, es decir, una musculosa mentira disfrazada de ciencia.
Afortunadamente, la fisiología es contundente y no se deja impresionar por la mala retórica. La evidencia muestra que los habitantes de altura -en Los Andes, Himalaya o Etiopía- no sufren daño cerebral permanente, por el contrario, se adaptan. Aumentan su hematocrito, ajustan la curva de disociación de la oxihemoglobina y desarrollan más capilares. En consecuencia, muy lejos de una "encefalopatía crónica", la humanidad ha demostrado plasticidad para prosperar en condiciones extremas. Insistir en lo contrario es tan absurdo, como diagnosticar a Michael Phelps con "hidrocefalia acuática" por pasar horas en la piscina.
Una encefalopatía hipóxica real es una catástrofe aguda, como aquella desencadenada tras un paro cardiorrespiratorio. Asociarla con la vida cotidiana en el Altiplano es un desvarío clínico y un revival del racismo decimonónico. El uso del término "bradipsiquia", por su parte, pretende dar seriedad, pero solo exhibe pedantería. Ralentiza la mente, sí, pero para entender lo que un estudiante de fisiología puede mostrar con claridad; que el rendimiento cognitivo en altura no difiere del nivel del mar cuando se controlan factores sociales y educativos. Por ello, lo que la diputada llama "hipoxia cerebral" es puro prejuicio con bata blanca.
Desde la lógica, su discurso peca de falacia causal, de autoridad y naturalista. Y Kant ya lo advertía, al sostener que la mentira es un atentado contra la razón, pero aquí, además, se disfraza de medicina. Lo más preocupante no es el error científico, sino el moral ya que al reducir a millones de personas a un supuesto defecto biológico en pleno siglo XXI es una vergüenza. Pero supongamos, solo por un ejercicio intelectual de alto riesgo, que la premisa de la diputada fuera cierta, es decir, que la hipoxia crónica derivada de haber nacido en el Altiplano provoca bradipsiquia.
Éticamente, aceptar esta idea sería invitar a la discriminación institucionalizada, esto es, el surgimiento de políticas educativas "ajustadas a la fisiología" que se transformarían en un estigma. Científicamente, el argumento se desmorona ya que correlación no es causalidad, confunde dolosamente, además, adaptaciones fisiológicas con déficits y factores como educación, cultura, nutrición y resiliencia son ignorados olímpicamente. Que los sherpas, quechuas y etíopes nos hayan demostrado que la humanidad florece incluso en entornos hostiles, no parece estar en el radar de la psiquiatra.
En el ámbito geopolítico -ya que se habla desde nuestro Congreso Nacional- estas declaraciones estigmatizan y podrían justificar paternalismo, discursos racistas y tensiones diplomáticas. Así, la ciencia, en manos de la retórica, se convierte en instrumento de humillación, no de conocimiento.
En síntesis, la "bradipsiquia del Altiplano", aunque se presentara como real, es peligrosa. Éticamente problemática, científicamente endeble y geopolíticamente riesgosa. Mezclar ciencia con determinismos biológicos y prejuicios sociales convierte el conocimiento en arma; eso, por elegante que suene, nunca debería permitirse. Finalmente, y con ironía benigna, solo queda esperar que la "bradipsiquia" no sea contagiosa, porque la historia enseña que las encefalopatías más peligrosas no ocurren en la corteza cerebral, sino en el Congreso.
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