En las últimas dos décadas, especialmente durante las recientes administraciones, el debate sobre el rol de la ciencia en un modelo de desarrollo alternativo ha surgido en distintos momentos e instancias. La verificación factual de la pérdida de impulso del modelo puramente exportador de materias primas ha relevado la necesidad de dar mayor valor a una economía que incorpore con más decisión a la ciencia y la tecnología como pilares de diversificación.
Adicionalmente, la crisis climática y pandémica, ambas actualmente agudizadas, han incorporado en el mismo debate nuevos y urgentes desafíos, relacionados incluso con nuestra supervivencia, tales como la necesidad de proteger los ecosistemas, democratizar los saberes, descentralizar los proyectos de investigación e innovación, fomentar la cultura colaborativa multi y trandisciplinaria, con una mayor y decisiva incorporación de las mujeres y que otorgue espacios protagónicos a las ciencias sociales y las humanidades, incluido el arte, en la construcción de un modelo de desarrollo integral.
El programa del Presidente electo Gabriel Boric enfatiza mucho en este objetivo estratégico y compromete un aumento sustancial de recursos para el fomento de la ciencia y el conocimiento bajo las premisas ya descritas.
No obstante algunos importantes avances, como la creación del Ministerio de Ciencias, persisten obstáculos culturales muy difíciles de superar para lograr los objetivos planteados. El más importante es un marcado escepticismo de algunos sectores empresariales y de gestión del Estado que no creen en el desarrollo de capacidades propias y desconfían de las universidades, especialmente de las públicas. Las formas tecnocráticas y cortoplacistas de evaluar proyectos, que enfatizan lo unidimensional e individual, sin establecer una relación con los objetivos estratégicos que faciliten evaluaciones complejas de programas y de impactos de largo plazo, limitan su ámbito de incidencia.
Otras debilidades resultan de un perfil excesivamente individualista presente en parte importante de la academia y la disociación existente entre los objetivos planteados en los programas, los resultados esperados y las necesidades de recursos para su gestión y ejecución.
Estas dificultades pueden ser superadas mediante efectivos espacios de participación que aprovechen el entusiasmo que genera la oportunidad de construcción colaborativa de un proyecto país cuyo norte sea un desarrollo sostenible, equitativo y armónico. Allí deben converger las universidades -que realizan la mayor parte de la investigación- el Estado y sus agencias, el sector privado innovador, los investigadores e investigadoras de todos los niveles de formación y las comunidades de los territorios, que mutan de objeto de estudio a sujetos de transformación.
En este contexto, los debates constitucionales son espacios valiosos y constituyen una gran oportunidad de relevar el papel de la ciencia y el conocimiento en el desarrollo y avance del proceso democrático en Chile, rol que no puede limitarse a una cuestión sectorial secundaria, que competa solo a los académicos, sino que debe formar parte del debate central sobre la sociedad que deseamos construir.
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