El Sol comido

El lunes 8 de abril, el Sol desapareció en México durante unos cinco minutos. Uno de los eventos astronómicos más fenomenales que tenemos la oportunidad de apreciar, que ha fascinado a generaciones y civilizaciones por milenios, pudo ser apreciado en sectores de México y Estados Unidos, conectándonos con la mezcla de miedos ancestrales y curiosidad científica en la que nuestra Humanidad se ha debatido desde que aparecimos por primera vez sobre este planeta.

Y es que para cada civilización que alzó sus ojos para observarlo, el cielo aparece inmutable, confiable, con ciclos bien definidos que permitían predecir la ocurrencia del día y la noche o el paso de las estaciones, por lo cual cada salida de esa normalidad causaba un temor entendible. Y los eclipses, en particular, serían de lo más terrorífico que podía presenciar: lentamente, la luz empieza a cambiar, las sombras se vuelven diferentes, un extraño silencio inunda el entorno, y de repente... la oscuridad completa. Debe haber pocos eventos más sobrecogedores.

Para los mexicas, por ejemplo, el eclipse era llamado tonatiuh qualo: el Sol comido, devorado por la Luna, parte de una batalla más larga, que se libraba día a día, entre el dios Huitzilopochtli (el Sol) y su hermana Coyolxauhqui (la Luna). Para los mayas, era pa'al k'in, el Sol roto, un momento trágico también.

A pesar de los miedos, muchas civilizaciones, incluyendo las mesoamericanas, comprendieron que los eclipses sí se podían predecir. Hoy sabemos que un eclipse solar se produce cuando la Luna se interpone exactamente entre la Tierra y el Sol, proyectando su sombra hacia la Tierra. Como la Luna se traslada alrededor de la Tierra, si las órbitas de la Luna y la Tierra estuvieran alineadas, en el mismo plano, ocurriría un eclipse cada mes, durante cada Luna nueva. Pero esa alineación no es perfecta, y las posiciones del Sol y de la Luna en el cielo van cambiando a lo largo del año, hasta que se cruzan y un eclipse ocurre. El tiempo que tardan ambos astros en volver a sus posiciones originales es de unos 18 años, y se conoce como ciclo de Saros.

Es interesante, sin embargo, que las civilizaciones que se preocuparon de mirar atentamente al cielo, aunque no sabían nada de órbitas ni planos de inclinación, pudieron, sólo observando con cuidado, y durante mucho tiempo, concluir la existencia de dicho ciclo, y por tanto adquirieron la capacidad de predecir los eclipses. Lo hicieron los babilonios, los griegos, e investigaciones más recientes sugieren que los mayas también tenían ese conocimiento.

Pero conocer las posiciones del Sol y la Luna es sólo parte del problema, porque la coincidencia de sus ubicaciones no debería significar, necesariamente, que el Sol se rompa, sea comido o, como entendemos hoy, se oculte. La Luna y el Sol tienen tamaños enormemente diferentes, pero también (sabemos hoy) están a distancias muy diferentes de la Tierra. Y por un hecho completamente casual, esas distancias y tamaños tienen justo valores que permiten que, vistos desde nuestro planeta, tengan el mismo diámetro aparente, logrando que se produzca este espectacular evento.

Así que, volviendo al problema de lo sobrenatural, es comprensible que esta curiosa lista de factores termine siendo leída como un augurio que debía tener algún significado. Podría ser un anuncio de desgracias, y por ello en mesoamérica había tradiciones tales como cubrir la cara de los niños con máscaras para que no fueran convertidos en ratones, mirar el eclipse a través del reflejo en el agua para evitar que los pájaros se comieran los ojos de las personas, o tener a mano un cuchillo de pedernal blanco, símbolo de la Luna. Y también podría ser otro tipo de señal, suficiente para cambiar la historia.

En efecto, hace casi 699 años, el 21 de abril de 1325, ocurrió un eclipse solar cerca de las 11 de la mañana, visible en México, como el de esta semana. Y comparando este evento con otros antecedentes históricos, es posible que ese eclipse haya sido interpretado como una señal por los habitantes de dicha región, para que se asentaran y fundaran la ciudad de Tenochtitlán, nada menos que la capital del imperio azteca, uno de los principales de nuestro continente, hoy convertida en Ciudad de México.

Así de importantes podían ser los eclipses para nuestros antepasados. Hoy lo siguen siendo, pero en otros sentidos: conocemos bien por qué ocurren, los podemos predecir con gran precisión, y aprovechamos de realizar mediciones útiles para comprender fenómenos terrestres y espaciales. Como por ejemplo, el famoso experimento de Arthur Eddington que significó comprobar que la trayectoria de la luz se curva al pasar cerca del Sol, lanzando al estrellato mundial a Albert Einstein. No porque los entendamos mejor, los eclipses han dejado de ser fascinantes, y el recientemente vivido en México ciertamente no fue la excepción.

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