El recorte de más de 32 mil millones de pesos para la ciencia es una noticia desalentadora, máxime al considerar que Chile ya presenta un bajo porcentaje de su Producto Interno Bruto dedicado a esta materia. Según un reciente informe de la Dipres (enero de 2018), la inversión pública para Investigación, Desarrollo e Innovación se mantuvo estancado en un 0,36% entre 2011 y 2017.
Esto nos ubica en el último lugar de los países que integran la OCDE, ese exclusivo club del que nos solazamos en pertenecer.
Entre ellos, un caso paradigmático es el de Corea del Sur, que pudo duplicar su Producto Interno Bruto en una sola generación. Los números que justifican ese salto exponencial son elocuentes: contra nuestro magro 0,36% del PIB, los surcoreanos alcanzan un 4,30% del suyo.
Los asiáticos, además, mantiene una alianza virtuosa entre Estado y empresa privada, donde los primeros invierten un tercio y las corporaciones asumen dos tercios de dichos recursos. En Chile, la proporción es exactamente inversa: el Estado cubre dos partes de la torta y la empresa se hace cargo de una.
Esto implica que, dado el rol que juega el erario en este ámbito, el recorte sea todavía más complejo e irresponsable.
Debemos agregar al escenario una circunstancia paradójica. Acaba de crearse el ministerio de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación, por lo que este jibarizado presupuesto también deberá implementar la nueva cartera, una institucionalidad esperada por ansias ya que representaba, a lo menos en el papel, dar prioridad al tema.
Desde luego, un recorte así daña particularmente aquellas universidades que inician, movidas por el imperativo de la nueva Ley de Educación superior, el pedregoso tránsito de convertirse en instituciones complejas y generadoras de conocimiento, abandonando la docencia como principal función.
Es un hecho que producir investigación de alto impacto requiere de una financiación robusta y estable.
Para ello, programas de la Corfo y el FIC resultan indispensable a fin de apalancar recursos; lo propio con concursos como el PAI (inserción en la Academia) o Fondecyt Iniciación (para investigadores noveles), que pueden no disminuir en su presupuesto, pero, solo por estancarse, repercuten en las Academias donde la investigación es incipiente, considerando lo competitivos que son.
En fin, se ha transformado en una especie de mantra advertir a las autoridades sobre la necesidad, la urgencia, de apostar por un crecimiento sustentable, que dé cuenta del valor que tienen la información, el conocimiento y la innovación tecnológica en la economía global, pero los tomadores de decisiones no se dan por enterados.
Y tampoco parecen comprender que disminuir el presupuesto en ciencia no afecta sólo a los científicos y las universidades, sino a toda la comunidad y compromete nuestras expectativas de alcanzar el desarrollo.
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