El estudio de la 2da Encuesta de Inserción de Investigadores con Pos grado, desarrollada este 2018 por la Asociación Nacional de Investigadores en Pos grado (ANIP), muestra cifras preocupantes, donde no resulta excesivo hablar de precarización laboral de buena parte de nuestro capital humano avanzado.
Se trata de una cantidad nada despreciable de doctoras y doctores desempleados, una mayoría de investigadores que trabaja a honorarios y un número importante que se ve obligado a mantener dos o más actividades para alcanzar una renta digna.
Estos indicadores son más alarmantes si se analizan tomando en consideración el género, pues las mujeres con pos grado están en todavía peores condiciones.
Revisemos algunos datos de la encuesta.
El informe indica que un 13% de los profesionales con doctorado se encuentran cesantes. Ahora, si desagregamos esta información por género, un 16,4% de las mujeres con doctorado están desempleadas, mientras en el caso de los hombres llega a un 9,4%.
El asunto es llamativo, acaso paradójico, dado que el propio Estado ha formado gran parte de este capital humano avanzado mediante becas de Conicyt, capital humano subutilizado en la actualidad, y además les ha exigido volver al país si lo cursaron en el extranjero, como establece la normativa de Becas Chile.
Respecto a quienes se encuentran con trabajo, solo un 37,1% señala tener contrato indefinido; un 26,5% responde que mantiene una relación contractual a plazo fijo; y un amplio 33,3% de investigadores e investigadoras dice desempeñarse a honorarios (prestaciones contra boletas, con o sin contrato).
Por otro lado, casi un cuarto de los investigadores (23,6%) debe tener dos o más trabajos para acceder a una remuneración mínima. En este sentido, es común el denominado “profesor taxi”, un académico que realiza clases por horas en varias universidades, dictando asignaturas puntuales y alejado de la investigación en su disciplina.
Otro elemento a relevar, cerca del 80% trabaja en universidades, y solo un 5,2% en el sector empresarial. Esto da cuenta de la nula participación del mundo privado en estos ámbitos. Así, primero relega al Estado la formación del capital humano avanzado mediante programas de becas nacionales e internacionales y después relega a las universidades, con cargo al erario público mediante fondos concursables, los proyectos de investigación básica o aplicada, el desarrollo tecnológico, la innovación y la generación de conocimiento en general.
Esta situación tiene ribetes sistémicos, pues la precarización forma parte del proceso mismo de convertirse en científico.
Los investigadores e investigadoras mantienen relaciones laborales débiles e inseguras en sus años de formación, sin contrato mientras se doctora y boleteando los tres años del pos doctorado. Son imaginables las lagunas previsionales que cargan quienes optan por dedicarse a la ciencia.
Esto se intensifica si el doctorado se hace en el extranjero. Esto representa, como indica el informe de la ANIP, “dejar casi cualquier tipo de trabajo que la persona tenga, y renunciar en la práctica a la mayor parte de los contactos y oportunidades laborales”.
El escenario, empero, presenta una contingencia que puede permitirnos superar estas adversidades. Se trata de la institucionalización de la ciencia en un ministerio, la que abre la oportunidad de (re)pensar el desarrollo de Chile con estrategias coherentes a la era de la información y el conocimiento.
Urge alejarse del modelo económico extractivista que campea en nuestro país desde el siglo XIX, carente de sustentabilidad pues implica el agotamiento de las materias primas que se exportan y la destrucción de nuestros recursos naturales.
La oportunidad está, pero debemos aprovecharla. Del lado de los científicos ese compromiso existe, como prueba la persistencia en sus vocaciones pese a la precarización que sufren.
Queda por resolver el compromiso de los poderes del Estado que modelarán la respuesta institucional de Chile a los desafíos del siglo XXI.
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