El plebiscito que viviremos el próximo domingo 25 de octubre tiene aun muchas zonas grises. Más allá de lo queda todavía sin resolver respecto a la entrada de los pueblos originarios al órgano constituyente, el proceso tendrá como principal ausente a quienes dieron inicio a la llamada revuelta social de octubre, la juventud.
El 27 de noviembre de 2019, a más de un mes de iniciado el estallido, y a días de concretarse el denominado Acuerdo por la Paz y la Nueva Constitución, la misma clase política que firmó aquel pacto le negó la posibilidad a las y los jóvenes de comenzar a ser parte de los procesos democráticos del país al rechazar, por 20 votos en contra, entre ellos el socialista Juan Pablo Letelier, la DC Ximena Rincón, y las abstenciones de los senadores opositores, José Miguel Insulza, Ricardo Lagos Weber y Carolina Goic, el proyecto que permitía otorgar derechos políticos a la juventud a partir de los 16 años.
Más allá de la contradictoria señal entregada tras dicha votación, en la Cámara, a la fecha tampoco ha existido la voluntad de poder sacar una ley que retribuya lo que la juventud ha hecho por el país. Ni el comunismo ha tenido ese compromiso, pese a que ingresaron en 2018 un proyecto en el mismo sentido. Salvo por el senador progresista Alejandro Navarro, quien impulsó la iniciativa en la comisión de derechos humanos del Senado, donde recibió en fase de audiencias a casi un centenar de jóvenes y organizaciones, la falta de voluntad política con el voto joven ha sido transversal.
Lo anterior, y con el optimismo de la voluntad que nos señala Gramsci, la batalla por el voto joven indudablemente volverá a la agenda pública luego del plebiscito, considerando que en 2021 el país entrará en más de siete eventos electorales, los que, en el marco de la nueva transición que vivimos, esperamos pueda contar con un activo componente de participación juvenil.
Sin embargo, la crisis de las instituciones y las propias dudas que deja el proceso constituyente, gatilla la posibilidad de encontrarnos con una sociedad frustrada en sus anhelos por consagrar una sociedad de derechos. Es en esa desconfianza que surgen expresiones como el “yo no voto, me organizo”, que desde el desapego por la democracia llama a ser sólo espectadores del proceso, configurando elementos subjetivos que posibilitan conductas deseadas.
Nuestro proceso constituyente, atravesado por la pandemia, contiene muchos elementos subjetivos; deambula entre la esperanza y la tragedia, y es en esa esperanza, que la juventud tiene la oportunidad de ser actores principales del cambio, sin caer en la tragedia y la anarquía de la marginación.
Creo que el análisis es compartido por las nuevas generaciones, en el horizonte de lo expuesto por Boaventura de Sousa Santos, al señalar que, en las democracias capitalistas, y sobre todo tras la pandemia “se dejó de discutir el proceso civilizatorio y por eso los procesos políticos se quedaron en la política corriente de administrar, gerenciar la sociedad capitalista, racista y sexista. Y por eso, para los políticos, las posibilidades de alternativas dejaron de existir y por eso la política, de alguna manera, murió”.
Por ello quedarse en el diagnóstico, en la protesta, sin entrar a la propuesta, hace espuria toda lucha. Es ahora, con el proceso constituyente que se inicia este domingo, donde se configura una nueva oportunidad para la institucionalidad chilena y su clase política, de abrir paso a la democratización de la sociedad, partiendo por la inclusión de la juventud.
El voto a partir de los 16 años, más allá de la experiencia internacional comparada, es del todo enriquecedor para el proceso formativo de la persona. Desde las Juventudes Progresistas nos la jugaremos porque en la nueva Constitución el voto pueda ser ejercido desde los 16 años. Es tiempo de sacar a la juventud del chivo expiatorio de los males de la sociedad, y transformarlo en un sujeto activo del cambio social.
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