Diógenes, los motivos del bromista

Fundada por Antístenes, en la antigua Atenas, surgió una corriente de pensamiento llamada cínica pues sus socios se reunían en el gimnasio Cinosarges. Simpatizantes de la vida natural y animal, estimaban título honorífico recibir el nombre de Perros.

Por la pobreza, elegida o de cuna de sus parciales fue denominada filosofía del proletariado griego, doctrina más próxima a la tierra que al cielo.

Creen que sólo existe lo que pueden tomar en sus manos, decía el elegante Platón, calificándolos de gente inculta, tosca y obstinada que se niega a aceptar la realidad de nada incorpóreo.

“¡Oh, querido, respondía Antístenes, veo el caballo, pero su idea no! ¡Veo hombres pero no la humanidad!”

La virtud sólo consiste en obras, se alcanza por el ejercicio y no requiere de discursos ni demasiada erudición. Opulencia y miseria no habitan la casa sino el alma de los mortales.Las necesidades son un mal y carecer de ellas es señal de superioridad; por eso aspiraban a bastarse a sí mismos, a la autarquía, remoto y orgulloso sueño humano.

Quisieron la transmutación total de la ética cotidiana, oponiendo a la avidez de ganancia y riqueza, el valor; a las leyes y convenciones sociales, la naturaleza; a las pasiones, la razón.Las penurias habituales son efecto de la civilización y sus artificios proclamaban estos levantiscos precursores de Rousseau.

Antístenes, criticado por frecuentar la compañía de malhechores, replicaba que también los médicos van con los pacientes y no se contagian. Más o menos cuatrocientos años antes de que Cristo afirmara: “No son los sanos quienes necesitan el médico, sino los enfermos; yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”.

Sin duda, Diógenes es el más popular de los cínicos.

Nació en Sinope, ciudad comercial en las costas del mar Negro, desde donde habría sido desterrado a la capital griega por acuñar metálico falso. No obstante hay quienes atisban errores en esa crónica de su ostracismo; una lectura simplista de circunstancias más bien metafísicas, pues para él su tarea consistía en modificar el valor de la moneda. Aludiendo, metafóricamente, a una drástica transformación de los soportes de un orden frívolo y aburguesado, del páramo sin sentido de las costumbres y su valor de cambio, la moralidad existente.

Perdidos sus escritos, la fama y originalidad le vienen de numerosas chanzas y anécdotas.

Alguna vez el autor de La República dijo que éramos bípedos implumes. Entonces, Diógenes peló un pollo y llevándolo a la Academia anuncia: “Éste es el hombre de Platón”.

Consultado sobre cuál es el mejor vino, respondió: “El de los amigos”. Y en unos baños públicos, advirtiendo la suciedad, observó: “Los que se aquí bañan, ¿dónde se lavan?” A otro, que le recomendaba un alumno por excelente, talentoso y de muy buenos hábitos, le dijo:"¿Y para qué necesita de mí?”

De sus diversas historias sin duda la mejor es ésta. En el centro de la mítica Corinto, atraído por el singular individuo displicentemente recostado en la vereda, un joven arrogante y de imperiosa mirada, se presenta con intención de impresionarlo:

“Yo soy Alejandro, el rey”. “Y yo, Diógenes el Perro”. Sorprendido ante la irreverencia, el orgulloso macedonio insiste: “Pero ¿es que no tienes miedo de mí?” “¿De ti? ¿Eres bueno o malo?” Y el futuro señor del mundo, algo mosqueado, replica: “Soy bueno, creo yo”. “¿Y por qué debo temer si eres bueno?” La respuesta provoca un paréntesis incómodo que el monarca supera con notoria brusquedad: “En fin, pídeme lo que quieras”. “Pues, hazte un lado y no me quites el sol”, retrucó impasible el irónico vagabundo.

Espléndida entrevista. Más enteramente falsa nos advierten los historiadores.

Sin embargo, tiene la cualidad de ser semejante a la “verdad de las mentiras” que sondea Vargas Llosa en un conocido ensayo. Es persuasiva, no violenta la escena ni distorsiona a los actores; una visión alegórica con la certidumbre de ciertas ficciones literarias.

Siendo el semillero de sus aventuras exuberante y caótico, Diógenes pronto llegó a ser leyenda, figura calificada para insertarla en cualquier género de entorno ideológico.Virtuoso anacoreta, ácrata inflexible, lunático nihilista, peligroso adversario de la esclavitud. O bien, educador, ideólogo político, docto consejero de príncipes y mandatarios.

Curiosamente, algo verosímil hay en esa profusión de afirmaciones.

Vivía en un tonel, previamente bebido con sus amigos, y tuvo a la libertad de expresión como la más bella cosa humana. Autonomía e independencia personal fueron sus constantes obsesiones.Y en el explícito desdén por los usos y rutinas de sus contemporáneos, nadie libraba de las arremetidas de este individualista fraternal. Ni filósofos, líderes, generales, gobernantes, atletas o músicos.

Artista de la paradoja, alabó a los que van a casarse y no se casan, a los que van a navegar y no se embarcan, a los que quieren ser políticos y no actúan, a los que desean hijos y no procrean.

Hoy, la ciencia médica nos informa de un síndrome de Diógenes consistente en la acumulación sin tasa ni medida de trastos y objetos de la más variada índole.

Manifiesto disparate o abuso de confianza que tuerce la nariz a los principios del ilustre ciudadano del mundo, enemigo declarado de lo superfluo y para quien el sabio debe bastarse a sí mismo.

Si este aguafiestas de la ciudad y sus presunciones, apareciese entre nosotros buscando un hombre al mediodía con su linterna, acaso entusiasmara a una juventud incrédula de autoridades y poderes. Aunque es probable que esos mismos jóvenes se espantaran ante algunas pretensiones suyas: adiós a la familia, normalidad del incesto o comunidad de mujeres e hijos. Lo seguro es que el orden establecido y sus voceros se las arreglarían para mantener a raya al indigente murmurador.

Y parodiando esa joya del disimulo nacional, capaz que alguno lo llamara filósofo en situación de calle.

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