El ocaso de la cortesía

Basta dar un paseo por las guturales redes sociales. Basta dar un paseo por la ciudad desaforada para hacer un recuento de lo que hemos ganado como lo que hemos perdido como sociedad, como cultura. 

Sin que haga falta el dictamen de ningún manido panel de expertos, sino ejercitando socráticamente el sentido común. Lo que solemos devaluar, intoxicados con nuestros logros presentes es de lo que, más temprano que tarde, solemos sentir nostalgia.

Le ocurrió a los vinilos, tan depreciados y sometidos a burla por los dictadores modernísimos de la moda del momento. Y han regresado solamente porque esa nostalgia se convirtió en algo rentable.

Dudo que suceda lo mismo con lo que ocupa mi escritura el día de hoy. La cortesía comienza a desaparecer entre nosotros con la celeridad de las abejas y los rinocerontes. Y vaya que se extraña.

Nos disponíamos mi esposa y yo, peatones por decisión y entereza, a cruzar una calle al concedernos el semáforo la luz verde cuando he aquí que un garboso ejecutivo en bicicleta, de esos que se llenan de elogios en la Revista Capital o la sección de tendencias de La Tercera, no dudó en arremeter contra todos los que aguardábamos en la esquina y casi arrollarnos en masa.

De más está agregar, que, impertérrito, siguió su muy exitoso y especulador camino, ignorándonos por completo. Recuérdese la suerte de Shlomit Baytelman víctima de uno de estos “héroes de la ecología”. Minutos antes, otro ropero de tres cuerpos, absorto en las espectaculares revelaciones místicas de su teléfono celular, nos impedía la salida de la puerta del metro. Requerido a ello porque las puertas ya se iban a cerrar, se limitó a enseñarnos sonriente su dedo del medio y no moverse.

No se veía flaite el muchacho si usted sindica tan mala conducta a la vida en un determinado barrio de Santiago. Para nada, usted mismo se lo habría presentado a su hija como novio.

Semejantes bocadillos de estupidez no son excepciones de lo que vemos y vivimos a diario en una urbe que se jacta de sus índices, bastante surrealistas, de felicidad.

El insulto, el ninguneo, el desprecio, son monedas corrientes usadas por chilenos de toda condición, tamaño, color y subespecie. 

Llegar  a casa y tumbarse extenuado en la cama sin paladear una falta de respeto por parte de tus semejantes es casi una hazaña. Ser amable debe ser de perdedores, de campesinos sumisos. Así debe pensar el exitoso chileno, la exitosa chilena actual.

Por cierto, ser un mal educado no parece ser un privilegio de un género. En eso hemos logrado la plena igualdad.

Peor aún si pretendes, ejercitando los músculos de la razón, debatir con otros en redes sociales frente a alguna idea, como lo haría un atildado ateniense en el ágora, lo cierto es que la andanada de escupitajos que recibes si desafías el último cliché a la orden, te obligará a cerrar la ventanita bien pronto.

Da igual que te respondan con memes o garabatos. Seguir la secuencia de un debate como te enseñaron en el colegio, es decir, con respeto al contradictor y la conducción de un intercambio racional y sano de ideas es pedir demasiado.

La arrogancia de quien se cree informado y dueño de la verdad, sobre todo quienes forman parte de la barra brava del bando que está ganando (el que lee, la que lee, entienda), es abismal.

La creatividad ni siquiera para la elegante injuria literaria, sino para amenazar tu integridad personal o para cuestionar tu vida íntima no deja de sorprender.

El respeto, la cortesía con el otro, máxime si es una o un desconocido es algo que está a punto de ser abolido. No me interesa lo que pienses, no me detendré a pensar en lo que dices, te arrojaré un lugar común en la cara para que aprendas y te taparé con injurias a la moda en Internet (para las cuales hay que procurarse un diccionario, no de la RAE precisamente) y me declararé superior moral e intelectualmente a ti, aunque leí dos memes y un pdf a la rápida, si es que…

Tristemente la cortesía es degradada incluso en ambientes desde los que uno esperaría mayor reflexión. El repertorio de gestualidades identificados tradicionalmente como “caballerosidad” está ya siendo escrupulosamente indexado bajo el apresurado y condenatorio logo de “micromachismos”.

Incluso una destacada ingeniera aeroespacial ha ridiculizado la gentileza de sus colegas masculinos de permitirle a ella ser la primera en hacer uso de la palabra en debates propios de su oficio. ¿Dónde está el error de ese gesto en particular?

He rechazado el chauvinismo machista en varios artículos por lo que no permitiré ser motejado como tal si me pregunto por qué no debo ceder el asiento en el metro a una mujer que no conozco o abrirle la puerta para que ella ingrese primero que yo a un lugar dado.

Constato que estas listas de conductas bajo dicho rótulo se tejen bajo sospechosas agendas que no hacen sino retraer y eliminar del espacio público el ejercicio de conductas que nos hacen bien a todos. Desde ya ofrezco derecho de réplica para quien esté interesada al respecto. 

Pero, al mismo a tiempo, presiento que hay un factor aún más importante en este verdadero ocaso de la cortesía, el buen trato, la gentileza hacia el otro con quien comparto un lugar, una cultura, una historia, sea del género que sea, venga de donde venga.

El chileno, la chilena (oscile usted en los extremos del eje que desee) se ha privatizado hasta en la intimidad de sus propias convicciones.

El neoliberalismo impuesto a sangre y fuego y tan aplaudido y enriquecido en democracia no solo privatizó y relativizó la ley de la oferta y la demanda en la economía, sino nuestros hábitos y conductas.

Mi espacio es algo que me costó mucha plata, yo lo compré solo para mí, yo dicto y sigo mis propias reglas, tú nada importas, si invades mi propiedad te eliminaré por completo, pero yo puedo invadir la tuya si se me ocurre. No daré crédito a tu presencia si no me genera algún beneficio propio.

No es de extrañar las señoras que arrojan cafés a la cara, los tipos que se bajan ebrios del auto a golpear a otros o ladran a los dependientes de una tienda alegando que ocupan un puesto en algún ranking. No es de extrañar el desprecio por el otro, aunque comparta el mismo espacio que yo. Compartir, relacionarse con los demás, tan de comunista eso, oye… Nos tragamos el discurso chicago boy completito, y lo incorporamos por completo a nuestro ADN. Hemos privatizado el ser humano y liquidamos la cortesía por no ser rentable.

La amabilidad no tiene ya buena prensa, porque el chileno ya no siente que gane algo con eso. Tal vez porque siente que no hay iglesia o tribunal que lo vigile si no la practica.

Si la cortesía recibe disparos prácticamente de todos lados, ¿puede extrañarnos la violencia creciente en todos los territorios, públicos o personales?

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