Encontrando a los bárbaros

En el poema “Esperando a los bárbaros” del poeta griego-egipcio Konstantino Kavafis, la voz poética que atraviesa el texto señala en reiteradas ocasiones que el grupo de autoridades y personas públicas -desde los legisladores hasta los elocuentes oradores- del territorio que habita, se encuentran en un estado de inacción expectante, preparados para actuar solo a partir del momento en que lleguen los bárbaros, aquellas personas que desde más allá de las fronteras conocidas (¡el territorio de jurisprudencia y de civilización, por Dios!) vendrán a invadir la calma del lugar:

“-¿Qué esperamos congregados en el foro?
Es a los bárbaros que hoy llegan.

-¿Por qué esta inacción en el Senado?
¿Por qué ahí están sentados sin legislar los senadores?
Porque hoy llegarán los bárbaros.

¿Qué leyes van a hacer los senadores?
Ya legislarán, cuando lleguen los bárbaros”.

Los bárbaros siempre han representado en el imaginario occidental (desde Grecia en adelante) un grupo de personas que se encuentran fuera de las fronteras del territorio que habita una determinada “civilización” y que en cualquier momento pueden invadir violentamente “nuestro” espacio, destruyendo todo lo que encuentren a su paso, entre ellos, la civilización propia y el “sistema”.

Esta apreciación de los bárbaros, no obstante, nace desde el imaginario de aquel que se auto-convence de ser “más civilizado” que aquellos que habitan zonas fuera de su radio fronterizo, que además de no hablar su mismo idioma (para los griegos, bárbaros eran aquellos que hablaban una lengua incomprensible para ellos, cuyo sonido característico era “bar bar bar…”), se hallan en un retraso respecto al desarrollo cultural del no bárbaro.

Esperar a los bárbaros, hasta nuestros días, parece una estrategia política, social y, por desgracia, comunicacional, común a las naciones y a las repúblicas.

La historia “oficial” de Chile, sin ir más lejos, tiene sus propios bárbaros: los mapuches.

El pueblo mapuche, tras soportar los embates de la colonia española, sufre su propia “conquista civilizadora” durante el siglo XIX, cruenta desde todos los documentos oficiales, pero necesaria según las voces victoriosas, pues solo así se consiguió la mal llamada “pacificación” de la Araucanía.

Si los mapuches son considerados “bárbaros” por la civilización chilena –si es que existe tal civilización-, o mejor dicho por las autoridades políticas y culturales, debido a su ubicación geográfica más allá de las fronteras previas a la ocupación, a su lengua propia, a su idiosincrasia particular y, sobre todo, a su terquedad in-transable a renunciar a su cultura e identidad en pos de la nacionalidad e identidad chilena, entonces está bien que sigan siendo bárbaros, es decir, distinto a nosotros.

Si los mapuches son considerados bárbaros, en cambio, porque cada vez que sucede un hecho de violencia en la región de la Araucanía se los va a acusar de sospechosos evidentes por el solo hecho de que se han negado a someterse a un sistema que no conforme con “expropiarles” sus territorios en provecho de la entidad política que llamamos nación y que, como toda comunidad dominante, se establece sobre los demás mediante la violencia, además desea despojarles su identidad, entonces lo que llamamos barbarie no es más que nuestra propia intolerancia e incomprensión hacia otros.

Cada vez que salimos en busca de los bárbaros para diferenciarnos “civilizadamente” de los retrasados, lo que hacemos es imponer nuestro narcisismo señorial e ilustrado a aquellos que no son iguales a nosotros.

De allí que cada uno de nosotros, ya sea con los mapuches (Chile), con los árabes (Europa y Norteamérica), con los pobres (medios de comunicación y clase política), entre otros ejemplos que podemos citar, ejecuta o bien se hace cómplice de un trato peyorativo y denigrante contra otros que no están en nuestra misma sintonía socioeconómica, política o cultural.

Acostumbrados a creer que todo está bien, somos incapaces de despertar de nuestro aletargamiento sin la necesidad de que aparezcan los bárbaros: siempre que un hecho impactante nos perturba, salimos a encontrar a los bárbaros, aún a riesgo de equivocarnos: así ha pasado con cientos de mapuches apresados para tranquilizar a los dueños de fundos cuando hay incendios.

También sucede así con cientos de inocentes detenidos por delitos de alto impacto comunicacional, como lo vívido por un joven drogadicto que fue víctima de la búsqueda desenfrenada de un bárbaro al cual culpar a raíz de un homicidio a cuadras de una universidad, pasando dos años preso por algo que no tenía culpa, aparte de estar drogado a la hora de su detención y vivir cerca del hecho.

Siempre que buscamos bárbaros, los encontramos. El problema es que los buscamos fuera de nuestras fronteras, cuando bastaría mirarnos al espejo para encontrar un auténtico bárbaro:

“-¿Por qué empieza de pronto este desconcierto
y confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!)”, finaliza el poema de Kavafis.

“¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían
y todos vuelven a casa compungidos?
Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron.
Algunos han venido de las fronteras
y contado que los bárbaros no existen.

¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución”

La solución, sí, pero la solución para culpar a otros de lo que nos negamos a reconocer en nosotros mismos.

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